La otra noche puse a ciertos entregados tripulantes de naves sin mayor mapa tangible (aunque prometo que jamás dejarán de tener su buen férreo timón), en este caso mis pacientes alumnos del taller de los martes, a escribir a partir de cenizas. Textos que involucraran cenizas físicas: desde el volcán Paricutín apareciendo de la nada a mediados del siglo XX y sepultando dos pueblos mexicanos enteros de un saque (y miramos, en foto blanco y negro de Juan Rulfo, el único vestigio que quedó de todo este ex abrupto del Hades: la torre mayor de una iglesia emergiendo entre los desniveles rocosos de lo que alguna vez fue lava), o las cenizas flotando sobre Montevideo en los últimos tiempos debido a otro volcán, aunque bastante lejano, con las consiguientes tribulaciones que acarrearon en los aeropuertos, o quizás el veterano Keith Richards aspirando las cenizas fúnebres de su padre mezcladas con cocaína, según sus propias declaraciones de rockstar, hasta las denostadas cenizas que dejan los cigarros mientras se van muriendo entre los dedos de un (ahora) rebelde. Toda ceniza valía.

No puedo acordarme todavía cómo es ese dicho: Donde hubo fuego, cenizas quedan o, dándole la vuelta, Donde hay cenizas, es que hubo fuego. Tampoco me doy cuenta si cambia demasiado el sentido final del refrán, pero supongo que una persona encarará diferente la vida si se focaliza en las cenizas remanentes que si, por el contrario, se concentra en el fuego, aunque le sea nada más que una memoria del pasado. De todos modos, me quedo con la impresión de que debe haber sutilezas de lectura que me estoy perdiendo entre estas dos frases. Que no son tan igualitas como parecen.

Revisé mis propias cenizas. Soy solidaria con los alumnos: ¿de qué otro conejillo de Indias podría valerme?

Nada de puentes de Madison: cenizas en solitario. De troncos, estufas, chimeneas.

Fue un invierno raro. Tan frío hasta los huesos; tan pleno, por otra parte, de desubicada luz. Un invierno hijo del fuego: me ocupé de prenderlo cada mañana desde que nadie más lo prendería. Como una Hestia monja, compulsiva y desquiciada. Me ocupé de juntar las ramitas, de desafiar las ganas de morirme. Sabía bien que únicamente con ese alimento ígneo, sólo con esa taza de té caliente en un refugio de alpinistas, podía salvarme de la inanición. Y Astor: tenía que calentar la casa para Astor, que todo siguiera rodando, que percibiera que seguiríamos adelante, fuera como fuera. Qué tristeza para él, su mundo quebrado, tirado en pedazos por el suelo. Porcelana que, una vez rota, no puede repararse. Ya está. Cicatriz. Creí que lo dañaría para siempre, que le haría perder esa sonrisa. Ahora no tiene dientes, pero sigue riendo franco, como si quisiera largar el alma para afuera.

Mi casa es grande, vieja, de techos altos y descomunal claraboya. Y entonces todo se volvió para siempre cenizas, cenizas -¡tantas!- que se juntaban al terminar el día. Montañas de ellas (¿esperanza de Ave Fénix?): el fuego era el ritual sagrado para continuar con vida, para persistir en la siempre frágil intención de continuar con vida.

La Cenicienta, pero sin baile ni madrina ni campanadas de retorno. Mejor.

Y toneladas de leña, literalmente. Capital de madera, inversiones en el Wall Street de las barracas, lingotes apilados y forrados de astillas. Todos los días bajaba al sótano una, dos, tres veces, y acarreaba altos de troncos para seguir así atizando semejante fogata voraz y bulímica. Boca angurrienta de los dioses aztecas. Caldera de edificio en la que a veces se queman los papeles secretos, las cartas de amor, los documentos que comprometen. Mi máquina industrial de producción de brasas y cenizas: cosecha al amanecer. Pala de hierro. Entonces vuelta a empezar.

Sí, montañas de ellas. Las tocaba con la mano, me embadurnaba el rostro de cenizas, me persignaba la frente. Sentía su suave textura, su fina condición de arenas del Caribe. Claro, en las playas grises de los muertos. Esas por las que nunca corrí del todo, esas que nunca (todavía) he podido pisar descalza al fin.

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