Todo está oscuro, menos el rayo de luna que entra por la ventana del hall. El cuarto de mis padres se abre como un eco gutural, un no, un no te atrevas. Vigila mis movimientos desde su aburrida inmovilidad de lápida matrimonial, de años estáticos, de permanencia hueca. Un perseverante desatino con final feliz. En mi cuarto de adolescente, me abraza Franco a escondidas de los ojos omniscientes de mis padres, de la patrulla hiena instalada en mi mente. Pero no hay sigilo que valga, porque no puedo dejar de pensar que la puerta del dormitorio de ellos se abrirá en cualquier momento. Que mi padre aparecerá en silencio con su mirada de serpientes venenosas, reclamará su siembra, me enlazará a su feudo. Le digo a Franco que corra, que por lo menos se esconda  debajo de la cama mientras tanto, que se convierta en mi secreto eterno: Dios Padre ha despertado, estamos en peligro. Mi madre corre también, se adelanta para cerrar la puerta de mi cuarto, pero todo es en vano: los ojos de mi padre están a punto de encontrarme. Destilan pócimas verde fosforescente como la absenta, licores de insomnios crueles, vapor de los últimos suspiros inútiles. Los ojos de mi padre me buscan como faros en la noche, iluminan las tinieblas de mi dormitorio. Son duros como los de Medusa, su pupila de piedra se cuartea mientras arrastra todo en su derrumbe. Le digo, no, le grito a Franco que corra, que no deje que lo encuentre, que se salve. Si mi padre lo mira, tendré que destruirlo: no podré serle fiel a ambos. Voy a tener que elegir y elegiré a mi padre. Soy como un hombre lobo a punto de ser transformado por la luna, en plena impotencia de la voluntad de sus garras. Que corra, que se vaya, que no vuelva nunca más, que se esconda de mí, que me deje, que me odie, que se salve. La puerta del dormitorio de mis padres se abre realmente, ahora sí; sus pasos resuenan, me quedo inmóvil en la soledad fría de mi cama. Está en el umbral, su figura a contraluz, enojado, husmeando sus territorios como un león furioso, alerta como un galgo atento a cada posible movimiento de los zorros. No, no hay nadie aquí, parece convencerse. Yo estoy paralizada mirándolo mirarme, con el aliento contenido, tratando de no pensar en Franco o descubrirá en el acto mi traición. A Franco con suerte lo he espantado, lo he expulsado una vez más, lo he desterrado hasta la última frontera de mis reinos. Mi padre respira aliviado pero firme; se nota que sigue en guardia, listo a disparar sus flechas con una crueldad que no le conozco en la vigilia. Sí, todo me parece un sueño: miro a mi padre y me doy cuenta con horror de que sus ojos verdes son idénticos a aquellos inolvidables ojos verdes de Franco.


30/8/2013
café La Diaria
(sobre un recuperado sueño, caricatura de manual freudiano, año 2000)


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