Ayer hice carne a la Strogonoff, o algo parecido; me sorprendí a mi misma cortando la carne, metiendo los dedos en las pulposidades, alejando las grasas con la bestialidad de mi torpe cuchillo, de mis propios filos que se metían en la masa roja y se hundían en su blandura. Creí que yo no podía hacer esas cosas; los cinco años que fui vegetariana resultaron un martirio en ese sentido, pues trataba de preparar un pollo y lloraba cuando los huesitos crujían al cortarlos. Luego, cuando volví a comer carne (era un comportamiento apátrida para Uruguay, antisocial), opté por comprarla solo en bandejitas cuestión de no acordarme demasiado de su verdadero origen, de su naturaleza en descomposición, de su arrebato de la masa muscular ajena. El olor en las carnicerías siempre me repugnó; es un olor obsceno, brutal, sospechoso. Iba con mi mamá a Bentancourt con mis escasos años y no era únicamente el olor a sangre lo que me aceleraba el corazón: también ese ruido agudo de la sierra trepanándolo todo llegaba a angustiarme.

En Guanajuato, el carnicero cobraba lo mismo por cualquier tipo de carne. Era extraño: lo bueno y lo regular, lo cotizado y lo de cuarta, con hueso o sin hueso, todo costaba lo mismo por kilo. Lo veíamos atravesar la plaza Mexiamora cargando un gran costado de vaca sobre la espalda. O quizás esa imagen la inventé hace unos años en mi novelita La ciudad encantada, para el personaje de Hernán, que estaba en realidad basado en un carpintero memorable (la verdad es que no tengo ningún criterio objetivo, al menos interno, para averiguarlo a ciencia cierta: veo en mi mente esa imagen del carnicero cruzando la plaza como si se tratara de auténtica memoria, pero ¿lo será, finalmente?).

Me puse a pensar en la máquina de hacer chorizos en The wall; aquella escena, célebre para toda una generación, en la que salían los alumnos como embutidos, en serie, iguales unos a otros. Mientras hundía el cuchillo, también recordé la película de Sweeney Todd (el barbero cantarín, serial killer oportunista, que aprovechaba para asesinar cuando los hombres se relajaban en su barbería y la navaja quedaba cerca del cuello, con Johnny Depp como interesante perchero bizarro); la vi hace poco en DVD, y sus escenas de picar carne de asesinados fresquitos eran bastante poco apetitosas. Pero los cómplices no solo prendían su rudimentaria “un dos tres” para desaparecer los múltiples cuerpos del delito, sino que la adorable Mrs. Lovett aprovechaba dicho beneficio cárnico para rellenar y hornear exitosos pasteles que luego los clientes de su rotisería devoraban con fruición, en inocente ignorancia. Toda esta gótica asquerosidad está bien narrada, con impecable fotografía y caracterización expresionista, y el director demuestra un nivel de arrojo, audacia y capacidad de tomar riesgos como solo alguien que pone a su elenco a cantar en una cinta de homicidios puede hacer. Lo que sé es que, después de verla, cualquiera prefiere cortarse un poco en casa con su Afeitabic para evitar tentaciones ajenas, y que pedir empanadas de carne al delivery dejará, en adelante, de ser una opción.

Todo esto es para decir que, mientras cortaba en cubos medio kilo de paleta sin hueso, mientras el cuchillo se hundía destrozando las fibras rojas entrelazadas, no podía dejar de pensar en que dichas prácticas resultan un poco salvajes para el nivel de civilización que nos exige la vida contemporánea. Esa persona que navega por los mundos invisibles de internet, se dedica a la literatura y la mitología, procesa información a mayor cantidad de cucharadas de las que puede tragar, que está expuesta a la tecnología como si se tratara de un bombardeo nuclear, etc., esa no puede ser la misma que rebana un churrasco apoyándole las manos, manoseándolo, triturándolo. Es como si nos obligaran a comer la carne cruda: simplemente ya no estamos preparados.

Sí, es dura la vida del escritor frustado. But the lunch must go on…