Sin duda, el constante botelleo al mar de Twitter le resta fuerzas al barco más pesado de los blogs.

Y sí, me he estado conectando con mis estados de ánimo y quehaceres en estos tiempos (dentro de lo aburrido que puede ser un tobillo con grillete unido a una computadora), pero todo tiene que entrar en 140 caracteres. Esa miserable muestra propia y ajena es la que, sin embargo, me acompaña en el trajín virtual de todos los días. Meter un post en el blog, en cambio, me requiere tiempo, reflexión, entrar en ese mundo desconocido donde pueden agazaparse lobos o devolvérsele la vida a las estatuas. Una linterna, una botella de agua bendita y otra de vino, una mochila con objetos sin clasificar, la disposición a maravillarme con el aire frío de la mañana y los paisajes que guarda escondidos dicho mundo secreto y sin puertas evidentes.

En una palabra, escribir en el blog me requiere escribir.

Pero los tweets son, como su nombre indica (o al menos a mí me lo sugiere), meros gorgeos picoteaditos, dulce cancioncita de segundos, escalas con timbre de gorrión. Nada más. Claro que no es “o lo uno o lo otro”; sin embargo, el blog envejece pidiendo un rato de mi atención, un mínimo espacio, sin que por ahora pueda dárselo con palabra de honor de intermediaria.

Por su parte, con ese carácter más liviano de “Las tres Gracias” de Botticelli, los tweets gorgean a mi alrededor y me envuelven, cual libélulas y cascarudos que buscan la luz sin saber mucho para qué. Y así está el mundo.