Uno de los recuerdos más vívidos que tengo de estas películas robadas al mundo adulto es Ana de los milagros, la historia de Helen Keller. A los seis o siete años, concebir siquiera que alguien pudiera ser sordo y ciego a la vez me costó horrores: para probar, entraba a esa silenciosa oscuridad interna y no encontraba nada, o me encontraba a mí solamente, la soledad más honda. Y que se tratara de una niña me impresionaba más todavía, por más que fuera una historia de superación de las adversidades y la discapacidad, en cierto modo. Puras pamplinas. La niña estaba ciega y sorda: era imposible que algo o alguien la sacara de allí.
Por eso aún tengo grabada en la memoria la imagen del momento en que, al mojarse las manos, Helen Keller empieza a hablar, a tocar y a reconocer cada cosa: “Agua…”, dice, con la mirada perdida. Ana, la institutriz, salta de felicidad frente a su antes poco probable milagro. Estoy segura de que entendí algo mal: el asunto es imposible. Como sea, siempre me quedó grabada esa imagen súbita de reconocimiento de algo que antes era inaccesible, de cabos que se atan, de gigantescos pasos que se dan. Eso fue lo primero que me vino a la mente cuando este enero pasado, inesperadamente, Astor empezó a escribir. No entiendo cómo lo hizo, ya que nadie le enseñó; las letras aprendidas, su observación, vaya uno a saber qué pasó, pero se lanzó a leer y a escribir (es un decir) de un saque, en plenas vacaciones. Siempre me creí muy precoz porque leía a los tres y escribía a los cuatro; la diferencia es que yo pedí que me enseñaran. La escritura era, para mí, un misterio que me atraía como un remolino, pero me parecía una injusticia que mis garabatos no fueran interpretados correctamente por los demás, cuando en realidad yo agarraba el lapiz y lo sacudía igualito que ellos. Por eso me embarqué en incorporar el código; mi madre tuvo paciencia. Y justamente, por ese debut temprano, me cuidé siempre de no presionar a Astor en lo más mínimo con el tema; yo le decía que había tiempo, que le iban a enseñar en Primaria. Él tomó sus propias determinaciones, evidentemente.
El asunto es que, no contento con la enorme producción de dibujos que tiene -es su forma de lidiar con el estrés-, ahora “hace cuentos”, dice él. Ininteligibles. Y los vende; su primera aspiración fueron ocho dólares, pero el mercado le dejó claro que, por ahora, sus cuentos y dibujos valen cinco pesos. Me alegra que trate de lograr que lo remuneren por su creatividad: no está de más ponerle pies en la tierra a las voladuras, tomando en cuenta los antecedentes genéticos en la materia. Tardé como cuarenta años en animarme a hacer lo que él, tan fresco, pretende hacer ahora, a los cinco. Lo bueno es que también sigue regalando su arte.
Lo que más me maravilló del asunto es que -luego del segundo episodio Helen Keller, hace unos días, cuando empezó a crear sus “historias”- el tipo insistiera en que yo tenía que escribirle un cartel para que, a la mañana siguiente, él pudiera recordar que ahora hacía cuentos. “Escribí en un papel: Astor hace cuentos”, me decía, preocupado. “Porque si no cuando me despierte ya no me voy a acordar de que los sé hacer…”. “Pero… ¿cómo no te vas a acordar, Astor?”. “No. Tengo que tener un cartelito pegado en mi puerta”, dijo, muy seguro, y en vistas de mi poca receptividad a su problema, se sentó y lo escribió él mismo. Fue a pegarlo, pero no quedó convencido.
“Mejor dos carteles”, dijo. “Porque si se cae uno, está el otro para que igual no me olvide”.
Estos niños, tan chiquitos, y ya tienen incorporado el concepto del back up, que con tantos sinsabores aprendemos los grandes…
Me dio mucha ternura ver los dos carteles de “Astor hace cuentos” en la puerta de su dormitorio. Y de repente pensé que, si simplemente cambiara el nombre de Astor por el mío propio, el asunto del recordatorio estaría más que justificado. Y me dieron ganas de hacer lo mismo, de ir por toda la casa pegando carteles para acordarme de mi escritura. Es, precisamente, como si cada mañana olvidara que hago cuentos y tuviera que empezar de nuevo a tocar las cosas, a reconocerlas: “Agua…”
Un hijo bien llevado, con atención, tomado en serio como depositario de otro tipo de sabiduría, sin duda puede ser un gran maestro.
sabiduría, ternura. me encanta el nombre Astor
Qué genial, gracias por compartir la historia Gaby.
Está muy bueno rescatar esas cosas, porque muchas veces pasa que los niños tienen estas genialidades y no hay nadie atento para registrarlas.
Y si, Astor hace cuentos como su mamá.
Gracias, visitantes! Es una alegría saber que no estoy sólo yo embarcada en estos asuntos del alma.
El nombre "Astor", sí, es hermoso, por muchos motivos. Pero si conocieras a este…
Gracias Ginebra, y me acuerdo perfectamente del libro, yo tenía el libro de la Historia de Hellen K. y como lloré cuando ella podía descubrir el agua! Esa cosa de la sabiduría, lo que se sabe pero no se conoce. Voy a copiar el sistema Astor pero con más cosas que ya he aprendido… que buen terapeuta!
morgana
Linda. tierna historia del niño q aprende y nos enseña q también se aprende así, "de golpe", sin aviso.Astor, hijo 'e tigre!!
increíble tu mención a helen K.Años busqué la peli para pasarle a mis alumnos, ya q a mi me marcó muchísimo. nunca la encontré.tu sí?beso
Bella, hacía tiempo no entraba a tu blog y quedé emocionadísima con los últimos pedacitos que escribiste. Lo que contás de Astor lo viví muchas veces con mis alumnos y realmente es maravilloso. Algún día hablaremos de los trabajos que realicé en educación inicial en torno a la lectoescritura ¡fascinante!
En tu texto sobre Pepe comparto lágrimas visibles e invisibles que recorren el alma.
No dejes de escribir.
Abrazote.