Tengo la imperiosa necesidad de salir del ánimo sombrío de los últimos posts. Primero, porque no es el mood que me envuelve actualmente luego de un fin de semana hermoso, con mis dos hombres y tiempo libre juntos; segundo, porque en esta ciudad también tuvimos tres días con sol, una contradicción entonces, porque si hay sol afuera hay sol adentro (al menos para los que sufrimos, entre otros males, de SAD, o Seasonal Affective Dissorder… que en Uruguay es lo mismo que decir “casi todo el año”; ¡bastante bien la llevo aquí, con mi soleado medio-corazoncito mexicano!). Así que por donde se le mire, el lúgubre tinte de mi blog se va volviendo injusto en la medida en que no lo renuevo y dejo que entre la luz, que las corrientes barran los despojos y dejen fluir el agua cristalina otra vez. Pero no tengo nada tan contundente que decir, o que querer decir (por buenas noticias literarias, por ejemplo, ver la Bitácora del taller). Pensé en poner alguna información interesante o curiosidad, pero sería una visión demasiado fraccionada de mí misma, un quiebre abrupto, medio –bastante– esquizoide. Tampoco es para publicarlo…!

Pero entonces encontré algo perfecto para la transición, para seguir con un pie en un mundo y poder, no obstante, pasar por fin al otro, al seguro. Al que se construye a las orillas de la laguna Estigia, no en su centro: el mundo que suelo habitar la mayoría del tiempo, cuando la muerte no acaricia y no saltan los pedazos a mi paso. El único problema es que no lo escribí yo: lo escribió una amiga, pero como tal tiene algo de alter ergo (y de espejo ni se diga). Creo que es un post estupendo, exacto, sabio, y está bien escrito, como todo lo de ella. Espero que no se enoje por citarla sin permiso, van todos los créditos y la recomendación de que visiten su blog, Crónicas de la cebolla. Su nombre es Vesna Kostelich.

Tristes comparaciones

Cuando yo estoy triste soy ese armatoste desajustado que trata de esconder la tristeza bajo la alfombra. En cambio, cuando ella está triste, es como un vendaval del cual uno no puede protegerse con un paraguas. Cuando estoy triste, dejo que mi tristeza gotee aquí y allá, sobre cosas irrelevantes que se contagian, que se humedecen, gotitas nimias y maniáticas como grititos de colegialas tontas. Mi tristeza es absurda, pero no por ella, por mí, que la visto de rosa y moña como a la hija única de una madre posesiva. Pero cuando ella está triste, truena y relampaguea. Uno puede ver en sus ojos las raíces de los árboles a la intemperie, arrancados para siempre por la tormenta. Ella se desviste, se rasga, se descompone, se acaba. Se incendia, transmuta, tiembla, amenaza.
Cuando estoy triste, cocino, escribo, hago lo mismo que haría si no estuviera tan triste. Pero ella secuestra al resto del mundo con su tristeza, le pone un cerrojo ajustado y nadie más puede salir, clausura las salidas, derriba las puertas y no se puede pasar.

Su tristeza es la de una diosa que agoniza aunque se sabe inmortal.
Mi tristeza se acaba con el tiempo que pasa. La de ella, con la resurreción de las cenizas. Mi tristeza envejece sin ver la luz, llora por los rincones; su tristeza, la de ella, se pinta una boca desmesurada y se corre el rojo en los labios para que se vea la sangre. La mía es una tristeza que está siempre por nacer. La de ella, está a punto de morir.
(Sin embargo, hay que decirlo, ni a mí ni a ella es fácil consolarnos).