Es inútil escribir luego de que las cosas pasan y se procesan: los dragones ya batieron sus alas espinosas en las mazmorras y los sótanos secretos quitándonos el sueño, las serpientes marinas dejaron ver sus larguísimos cuellos-cuerpos emergiendo por un instante de nuestras profundidades más turbias, los felinos depredadores hicieron chisporrotear, casi por crueldad, su ancestral mirada enemiga del hombre en la noche eterna de los orígenes. Pero eso ya pasó, todos están convenientemente guardados en los zoológicos, las tiendas de mascotas y los cuentos infantiles, y uno respira protegido por sus rutinas, rituales y apuros cotidianos, ebrio de falsa inmortalidad (tan ficticia como los dragones y las serpientes marinas, tan agazapada la muerte propia como un tigre). Hubo un momento hace un mes o mes y medio en que creí que el medidor de voltaje emocional y existencial me saltaría en pedazos ante tantas movidas interiores, los bomberos de la vida llegarían -con sus sirenas y sus luces cargadas de metáforas- a apagar mis incendios, y hasta un comando antiterrorista se descolgaría de mi Sí Mismo hacia mi inconsciente con intención de doblegarlo e imponer sus visiones llenas de luz y de “lo tengo en la punta de la lengua, pero no existen las palabras para nombrarlo“. Escribir hubiera sido no la solución -porque no se trata de un problema, sino de un viaje- pero quizás sí el boleto, el acuerdo, el espacio, el “Hágase”, el mapa del tesoro, el hilo de Ariadna para volver a tejerme y retejerme, para desanudar, para poder fijarse más en las paredes, olores, ecos del laberinto, porque uno está seguro de que será conducido a su salida tarde o temprano. Y no pude hacerlo: las experiencias se agolpaban sin asidero en mi alma, como naipes desplegados, y yo ahí, perdida, sin calderín ni red, tocando pompas de jabón que sin remedio estallaban sin dejar ni huella.

Esto, por supuesto, me recuerda cosas que ya sé, como que escribir es un compromiso. No con una coherencia editorial ni una carrera, no con una identidad, ni siquiera con un público lector (que es, en el mejor de los casos, o debería ser, tan sólo una consecuencia). Escribir es un proceso de por vida, un idioma materno, una categoría kantiana que ordena lo impenetrable e inasible, lo que no se deja tocar. Escribir es como sería tomar los votos en un mundo en el que la religión institucionalizada realmente significara aquello a lo que apunta. Pero los votos se renuevan cada día, en el Ángelus, en la meditación, en los paseos alrededor del aljibe observando las flores y los pájaros, en el trabajo comunitario silencioso, en el claustro, en la celda al caer la noche, en los rezos a solas. Si no ingresamos al convento pensando en hacer allí la vida para siempre y en sagrado aislamiento (al menos simbólico, un rato por día), todo serán puros títulos, máscaras, disfraces mundanos sin contacto con Dios o como quiera que se llame eso que perseguimos. O que al menos yo persigo, cuando me adentro en mí misma y presto mi mirada para que se pose sobre el lomo cansado del mundo.

De más está decir que este doloroso alejamiento de mi propia escritura es algo que no me cierra en el balance 2008. Gran ventaja de los ciclos: ordenan las excusas e imponen finales desde la convención social para darnos otra oportunidad.

Creo que haré una cosa: empezaré de adelante para atrás, a ver si por alguna piedad del universo aún logro cazar alguna mariposa en la red, en la telaraña algún insecto. Alguien me dijo una vez en relación a la escritura que la araña teje la tela porque no tiene más remedio, porque es araña y no concibe no hacerlo. Si logra apresar algo en ella, bien, y si no morirá de hambre, pero lo hará siendo araña. Buscaré la cita: era mucho mejor que esta paráfrasis culposa, con todo eso que me ataca cada vez que me baño y veo por ahí una arañita ocupada en sus cosas.

El Año Nuevo nos encontró en Atlántida, balneario que -como Piriápolis- suena a épica, gestas y mitología griega. Muchos fuegos artificiales que lucían más por la edificación baja de la ciudad y el plan vacacional de los visitantes (parece que no repararon en gastar bastante comprando caras lucecitas que duran un brevísimo instante: bien hecho). Los tres solos, y esos bracitos celestiales que nos abrazaban a ambos a la altura de las piernas, mientras una vocecita emocionada de niño decía: “¡¡¡Feliz Año Nuevo!!!”. Inolvidable. Si -según dictan mis supersticiones personales- el comienzo del año es una muestra significativa, un corte sincrónico de lo que será el ciclo entero, esto me da buen augurio [*]

Claro, de vivir realmente en un convento, real o simbólico, me perdería estas cosas. Preguntadle a mi bella y concentrada tocaya; yo hace un buen rato que dejé de ser Sor Soneto Onetto, como en la adolescencia.

[*] Bajo esta luz profética, prefiero no pensar demasiado en que tuve gastritis, es decir, que estaba enferma. Me fijaré solo en el buen clima de intimidad y en el hecho de haber cocinado una cena especial para mi familia, evento que por lo inusual merece ser publicado.