¿Cómo podría defenderme con fuego de un dragón que escupe fuego? Me veo a mí misma confrontándolo, tan inútilmente temeraria que da pena; mal blandiendo dos antorchas -una en cada mano- que, sí, acaso podrán incendiar casas, quemar pieles suaves, humanas, hasta despellejarlas de dolor, pero que a un dragón no le harían mella con semejante coraza verde, con sus escamas de jade, sus espinas de hierro. Un dragón puro pincho, gigantesco, cerebro de reptíl, tonto, torpe pero con garras afiladas. Dragón dueño indiscutible de sus territorios -en el que yo soy la intrusa-, amo y señor de la princesa cautiva, del vellocino de oro, del baúl lleno de joyas. Que duerme, pero siempre dejando abierto uno de sus dos ojos de pescado muerto para así vigilar. Dragón fumarola de volcán dormido, dragón amenaza que ruge chispas y desparrama, expansivo, su aliento fétido. Y yo ahí enfrente, enojada, con mis dos antorchitas, mis inocentes casi velitas decorativas, happy birthday to you, mientras que el dragón muñeco asesino se me instala a vivir en la superficie de la torta. Dragón caramelo de menta, ácido contra la lengua, dolorosamente ígneo, fuego asfixiante de su hocico -como el de toda pasión-. Y yo ahí, con esos dos fosforitos patéticos, gritando con mi vocecita timorata: “¡Atrás, atrás!”. El monstruo siente que una mosca le molesta y se la trata de espantar moviendo la cabeza, pero la mosca persevera: “¡Atrás, atrás!”. No ceja en su cómico suicidio.

Le prenderé fuego al vellocino de oro, sí; lo incendiaré antes que darlo por perdido: lograré el humo más caro del mundo. No sé qué rara enfermedad se ha apoderado de mí, que me hace enfrentar dragones cuando no soy más que una casi invisible mosca portando un fósforo prendido en cada mano. Mosquita muerta, pero no. Porque en el fondo quisiera rugir como sólo los dragones saben hacer, o como podrían hacerlo, si acaso existieran. Debe ser el amor irrenunciable al vellocino ese, a la piel del carnero degollado más resplandeciente del mundo; debe ser el amor al recuerdo dorado del cabello trigal del Principito, el amor a los girasoles amarillos de Van Gogh -los dos, suicidas, el niño y el loco-. Y por eso me empecino en vivir, a pesar de mis insignificantes fosforitos frente a un dragón verde que brama fuego y que agita sus enormes alas puntiagudas para alejarme, para que no lo fastidie más, para sacarse a la dichosa mosca de arriba. Pero nada: ahí, chiquititito, todavía me mantengo frente a la grandeza irracional y cruel de ese demonio encarnado. Lo bestial, lo que no sabe de reglas.

Creo que no me atrevería a pararme como un desaforado y hacerle frente, si Medea no estuviera a mis espaldas y de vez en cuando me dijera en un susurro: “Ánimo, Jasón, tú puedes. Si te quema, te curaré de un modo u otro. Acá sostengo y guardo tres antorchas más, por si se te apagan las otras. Sí, ánimo, Jasón: saldrás de ésta, sobrevivirás otra vez. El dragón está en tu mente, aunque no quiero decir que por eso no exista, que no sea tan real como si estuviera afuera. Pero vive en un lugar más chico, al menos. Te prometo que podrás con él, que lo derrotarás”.

“Y si no, yo misma me ocuparé de envenenarte para que tengas paz al fin, luego de tanta lucha”.