Miro las baldosas mientras camino. No sé si seguirán siendo las mismas de cuando era niña, pero sí son esas inconfundibles baldosas montevideanas. Mis pies ya están un poco húmedos; creo que, a estas alturas, casi todos mis botines tienen alguna rajadura en la suela. Pies torcidos, vulnerables, siempre lastimados. Como esas raíces podridas, fuera de lugar, que a veces terminan rompiendo las mismas baldosas grises y amarillas que miro mientras camino. Las quiebran en un momento justo: cuando el árbol ya no está dispuesto a ser menos de lo que es solo por no importunar a la vereda.

Bajo la lluvia, un hombre con un paraguas se acercó…

Hay charcos. Los esquivo desde lejos. El sonido tímido de la llovizna contra el paraguas me consuela; es familiar, me hace sentir acompañada. No tengo otro remedio que agradecer el ser capaz de escucharlo: afuera se oyen atronadores ruidos de motor, de autos. Pero ni bien se calman un poco me doy cuenta de que desde abajo va emergiendo algo distinto. Otro manto sonoro, un algodón de bocinas distantes y ruedas contra el asfalto mojado. Esa compañía inesperada también me reconforta.

Foto de Mario Levrero

Dice PCh que el silencio no implica ausencia de sentido. Puede ser, pero igual está esa enorme distancia, ese muro. La exclusión. Cierro los ojos en la última cuadra hasta la parada para poder escuchar mejor. Sí, el mundo sigue allí. Me tiene en cuenta. La conexión no se ha interrumpido, el cordón umbilical no se cortó.

En el ómnibus quiero llorar. Lo gris del día me ha calado hasta los huesos y lo único que tengo para defenderme es un paraguas rojo. El chofer pasa cumbias desde su radio, nos guste o no a los pasajeros. Reparo en los grandes limpiaparabrisas, su rítmico chirrido de goma gastada contra el vidrio, y me doy cuenta de que por casualidad están siguiendo el ritmo de la cumbia. Parece que me tomaran el pelo. Yo por llorar, y ellos me miran desde allá, como bailando.

Sí, quiero llorar. Pero me parece un exceso hacerlo justo en un día de lluvia.

Es extraño el déjà vu. Porque uno bien sabe que no estuvo allí, presente, la primera vez que la espada cortó. Todo vuelve y retorna eternamente, cosa a la que nadie escapa. Eso lo dijo el viejo Nietzsche.

No debería tranquilizarme, pero al menos le da cierto sentido a ese desubicado déjà vu.



Foto de Mario Levrero