Él nunca me deja secarme las lágrimas.

Cada vez que quiero irme
(y siempre quiero irme)
me deja irme
(o siempre creo que una vez más me dejó irme)
pero al final me corta el paso
(como un tímido centauro apenas ebrio)
(como un ángel encaramado en el pretil de un tribunal)
(como un eco de aljibe con miedo a ser olvidado).
Entonces yo freno
casi cauta
dejo de irme del todo
creo que hasta me convence de no secar mis lágrimas.
“Mejor tenerlas siempre a mano”
parece mascullar en su silencio.
“Mejor un paso atrás,
darse la vuelta y correr”
respondo yo. 
Pero no corro nada:
regreso caminando
y las lágrimas se me van secando con el sol.