He comprobado por experiencia propia la inutilidad de los simuladores. De las suposiciones previas, los “como si”; de la empecinada maniobra de nuestra racionalidad, que insiste en anticiparse a los acontecimientos y pretende -con toda soberbia- tener los medios para acceder a la vivencia directa antes de la vivencia en cuestión. Pamplinas, puras pamplinas (diría aquí, si esto se tratara de un comic). Los simuladores, claro está, deben tener su utilidad cuando uno quiere entrenar para poder manejarse en el espacio sideral, pero en temas más terrestres, propios “de la vida misma”, no hay modo de poner la carreta delante de los bueyes: sabremos de qué se trata cuando estemos metidos hasta las orejas en aquello de lo que se trata. Ni un minuto antes y, para colmo de males, de manera intrasmisible. Tómese como ejemplos extremos actos como nacer o morir, los ritos iniciáticos más contundentes por los que puede pasar un individuo, desintegradores y terroríficos mientras se viven, pero con el triste premio de no conservar memoria o posibilidad de legado alguno.

La maternidad es un paradigma de estas vivencias exuberantes -incluso arquetípicas- con pobre capacidad de ser previstas desde afuera, por más libros que se lean, botellas de ginebra que se tomen o declaraciones existenciales que se hagan. Seguramente, todas esas mujeres que siempre quisieron ser madres, que jugaron a las muñecas, que soñaron con el príncipe azul y se probaron sus prendas mil y una vez antes de salir a una fiesta, tengan las cosas más fáciles: para ellas, no tener un niño a cargo sencillamente no es una posibilidad (de hecho, cuando ocurre, lo viven como un fracaso), un enorme vientre de embarazada es un motivo de orgullo -“yo también puedo”-, y en general no se les pasa por la mente que su realización (palabra odiosa, que implica quién sabe qué traducciones extrañas entre los reinos del ser y el no ser en sentido absoluto) no necesariamente incluye “su realización como mujer” en sentido biológico. Nunca escuché a un varón decir que no se siente “realizado como hombre”; sí, quizás, “como padre”, lo que no deja de tener cierta lógica si uno no tiene hijos (como supongo que tampoco se sentirá realizado como abogado si es dentista, por cierto).

Yo nunca quise ser madre -de hecho, siempre afirmé que jamás lo sería– hasta que quise ser madre. O, más precisamente, madre de un hijo con G. Igual, aun entonces, me faltaban unos cinco años todavía para estar lista; siempre me hubieran faltado cinco años más para animarme (de hecho, creo que todavía me faltan). Esa es la ventaja/desventaja del límite reproductivo de las mujeres: se cobra plena conciencia del para siempre, sea el para siempre de tener un hijo como el de no tenerlo. Los hombres, con gimnasio, cirugía y una esposa progresivamente más joven, podrían engañarse hasta el fin de sus días.

Pero yo decidí decir que sí y el Universo me dio la razón, me dijo: “Hágase Tu voluntad”, me palmeó la espalda enseguida. Quizás temía que, si lo pensaba más, me echara para atrás y entonces se hubiera quedado sin Astor. Fue un pestañeo en mi incipiente capacidad de decir “sí”, un titubeo en mi prodigiosa capacidad de decir “no”. Me alegro de que haya salido bien: en un pestañeo, en un titubeo, caben cosmologías inmensas, eones de vidas posibles, áridas odiseas enteras.

No he llegado ni al segundo párrafo del prólogo. En realidad, sólo quería contar un sueño lunar que tuve la otra noche. Y la visión de dos personajes oníricos que se atravesaron en mi camino a plena luz del día. Y la sensación de haber vuelto a ver hoy a uno de ellos, en un video, durante un instante mientras hacía una fila. Pensé que, quizás, si contaba por qué ya no puedo ocuparme de esas cosas -cosas que me perturban, me alegran, me intrigan, me azuzan-, tarde o temprano desembocaría en la caza de las imágenes mismas, en el tejido brillante de la telaraña. Pero aún están muy lejos, a kilómetros de mí misma. Aún muy lejos de este pedacito de texto.

Sí, es que no he llegado todavía ni al segundo párrafo del prólogo.