Tengo pocas oportunidades de tomarme un ómnibus en el esquema o guión que sigue mi vida actualmente. El solitario trabajo vía internet; luego, los talleres presenciales en mi casa. Eso, sumado a las dichas y exigencias de la vida familiar y al poco tiempo libre. Todo, para colmo, en plena cruel mediana edad (cruel, entre otras cosas, por descargada de pilas).

Mis desplazamientos obligatorios, entonces, se reducen a ir y venir del colegio de Astor (a cuatro paradas de casa); luego, a la tertulia semanal con mis viejos amigos en el café Tribunales, y finalmente, a la irregular aunque desesperada lucha contra mi naturaleza de monja de clausura. Quiero decir, en ocasiones me obligo a trabajar en algún café -laptop o papeles impresos de por medio- para apaciguar un poco esa tan conocida sensación de saberme, como nadie, una mónada de Leibniz. La habitación de mi mente/sin ventanas, decía y me decía un poema que escribí a los veinte años. Se extraña el mundo, tener compañeros de ruta, compartir presencia incluso sin hablarse. Luego se asombran de que uno se vuelva adicto a internet.

Me gusta mirar por la ventana de un bar, ver a la gente hacer sus cosas, a la fauna habitual de un café tomar sus puestos. Sentirme, también, amparada por el reconocimiento de los meseros del lugar, tipo perrito adoptado (lo máximo es cuando ellos se adelantan y me preguntan “¿Un cortado cargado?”, o lo que sea que consuma allí: en el bar Sporting, donde paraba media hora por reloj todos los jueves, el mozo ya largaba el cortado al verme atravesar la puerta, sin siquiera corroborarlo). El placer de presenciar el desfile de la rutina cotidiana -seguramente porque no es la mía propia-, ese movimiento que me rodea pero no logra tocarme. Por eso, porque me hace bien, trato de salir de mi casa a trabajar afuera al menos dos veces por semana (además de las esperas en el club de Astor, donde no puedo más que garabatear un poco o empezar a leer alguna consigna impresa). “¿Adónde vas después?”, me pregunta el niño cuando lo dejo en la escuela esos días en que cargo con la laptop, cruzada al pecho. “A una oficina en la que a veces trabajo”, le contesto muy segura. Inocente. Ya bastante lo confundo con mis atipicidades como para que además piense que me instalo por ahí a tomar café en el epicentro de la tarde, mientras él tiene que lidiar con la letra cursiva, las sumas y el inglés.

Por eso, porque salir al mundo 3D es, en mi caso, una excepción, es que lejos quedó aquel tiempo en que tomaba ómnibus todos los días, a menudo varios: que para ir a la universidad, que prácticamente a diario al Sorocabana, años después a la productora de video, más mi bien ganada fama de obsesiva espectadora de cine y habitué de los bares nocturnos (“…lejos quedó el tiempo…” para ambas cosas). El ómnibus es como una segunda naturaleza en la juventud; uno se vuelve casi un centauro de Cutcsa. Claro, la gente adulta con trabajos normales igual tiene que mantener tal condición, aunque en general la viva como un calvario. Pero para mí, para mi aislamiento (o hiperconexión por internet, depende), subirme a un ómnibus no deja de ser una oportunidad -quizás una esperanza- de que algo imprevisto pase fuera de mi mundo doméstico, de mi mente.

El otro día, por ejemplo, el chofer saludaba con floridos “Buenos días” a cada uno de los pasajeros -quiero decir: uno por uno-  que abordábamos su ómnibus. Miré por todos lados a ver si se trataba de una cámara oculta, pero nada. Siguió dándole la bienvenida, amabilísimo, a cada nuevo que ingresaba por las escaleritas a lo largo de todo el viaje, hasta que al final llegué a mi destino. Entonces decidí irme por la puerta trasera, presa de la súbita timidez de imaginarme que también me despediría al bajar.

Otro encuentro significativo fue con un muchacho new age que se subió a vender libros autoeditados por él y su grupo esotérico. Hablaba sin parar sobre el sentido del karma, el significado de la vida,  la misión personal, el estar perdido, la búsqueda, el camino. No me venía nada mal su speech motivacional, y la verdad es que parecía convencido de lo que decía. Yo también lo estuve, también iluminé y hasta vibré por cuanto predicaba, o quizás porque sentía hasta el alma ese rol tan importante de mentora, de inspiración y guía de otros que pretendía cumplir -quizás cumplía verdaderamente, o quizás cumpla todavía, no lo sé bien-. Pero ahora da la impresión que algo en mí se desengranó y pisa en falso, como tratando de hacer pie sobre el suelo fangoso de una nueva identidad. Estuve hasta tentada de comprarle el libro esotérico: la sola idea me avergonzó mucho más que la perspectiva de haber recibido un “Hasta luego” de aquel chofer tan inusualmente amable. Creo que nadie en el ómnibus le compró, pero -como corresponde a una persona cuya fe en un propósito le arde adentro como fuego del hogar- él ni se inmutó, guardó sus libros y continuó su viaje.

Ahora bien: la experiencia más relevante que viví a bordo de un ómnibus en los últimos meses tuvo que ver con un músico. El tipo subió, sacó su guitarrita y empezó a cantar -como pudo- aquella conocida canción de José Luis Perales en que el protagonista, obviamente víctima de previos cuernos, quiere averiguarlo todo sobre su rival antes de separarse para siempre de la mujer que ama. ¿Y cómo es él? ¿En qué lugar se enamoró de ti? ¿De dónde es? ¿A qué dedica el tiempo libre? Uno se preguntaba, en aquella extraña época previa a internet (A.I.), cómo era posible que el hombre de la canción fuera tan masoquista: in ille tempore, cuando existía la separación real, definitiva -ese “cada uno sigue su camino”-, bastaba con resistir al principio aquella tentación malsana de querer saber para simplemente ir dejando que la herida cauterizara tranquila. Cualquiera sabía que estar metiendo el dedo en la llaga sólo retrasaría la cura de lo que, por otra parte, no estaba en sus manos evitar; el sentido común prescribía no concurrir a los mismos lugares que se frecuentaban antes con el amante occiso; evitar por un tiempo a los amigos en común para no tener noticias: ni nuevos dolores ni tentadoras añoranzas; tampoco llamar por teléfono para escuchar su voz una vez más o, peor aún, para conocer al fin la temida voz de nuestro relevo, ya instalado en su casa; cualquiera sabía que guardando las cartas, fotos y objetos personales en una caja se minimizaba bastante la tortura; que, en lo posible, había que evitar pasar por delante de su casa, lugar de estudio o de trabajo, para no alimentar inconvenientemente los recuerdos, la curiosidad ni las casualidades. Y la piedra angular de la estrategia para sobreponerse al abandono era, por supuesto, saber lo menos posible del o la rival: si la comparación no nos favorecía (en el aspecto que fuera que nos quitara el sueño), el ego sufría y quedábamos devastados; en cambio, si la comparación nos favorecía, menos aún entendíamos el abandónico proceder del amante occiso y quedábamos devastados.

Perdóname si te hago otra pregunta.

Pero ahí estaba Perales reencarnado, en el ómnibus, trayéndome a la memoria aquel tema, himno al regodeo en el autopatetismo. Lo recordaba bien porque, cada vez que por azar lo escuchaba, se me daba por imaginar a mi primer novio cantándomela, si alguna vez le hubiera dado la oportunidad (o mejor dicho, si yo hubiera tenido las agallas). Es ilustrativo cómo el tipo de la canción, salvo cuando se despacha abiertamente “Es un ladrón que me ha robado todo”, muestra y dice una cosa por otra con tal de aparecer digno, civilizado y -por supuesto- más caballero que su rival. O de manipular con la culpa: como si en el fondo esperara que, con su teatrito del profundo respeto hacia su libertad, ella se fuera a echar para atrás en el último momento, conmovida por su nobleza:

llévate el paraguas por si llueve/
y abrígate
 (¡ojalá te agarres una pulmonía y te le mueras, bruja!)
sonríete, que no sospeche que has llorado
(¡ma´qué... que vea que estás destrozada por hacerme esto, cretina, y que se les arruine la noche!)  
y déjame que vaya preparando mi equipaje
(pero... ¿no te das cuenta de que me estás jodiendo la vida, so ramera?) 

De pronto, me descubrí pensando en la nueva realidad vincular del Facebook y las redes sociales. Parece como que ahora los finales de antes se hubieran vuelto imposibles (y no hablo únicamente de relaciones amorosas: siempre que no se haya llegado a una declaración de guerra, hablo también de amistades que se terminan, de familiares políticos luego de una separación, de vínculos importantes que se diluyen). Uno convive en directo con todo aquello que, luego de un alejamiento, naturalmente le duele; tiene que ser testigo, por ejemplo, del reality show del embarazo de su ex cuñada mientras piensa que, por muy pocos meses, ese bebé bien podría haber sido su sobrinito. O tiene que contemplar cada mañana cómo su ex novia -que se ve divertida y feliz- ya está rodeada de galanes, multietiquetada en fotos de fiesta en fiesta, mientras uno apenas está logrando salir de la madriguera luego del golpazo. Nos sorprendemos a nosotros mismos embarcados en rituales tan masoquistas como los del tipo de la canción, visitando a menudo los perfiles de la misma gente que nos lastimó -en un sentido u otro, a total conciencia o en inocencia total, lo mismo da-, sólo para constatar una y otra vez el vacío que dejaron; tratamos de no perder del todo el rastro de sus vidas, ahora vividas lejos de nosotros; conocemos a sus nuevos amigos, parejas, colegas; seguimos escuchando sus opiniones o presenciando sus intercambios, pero ahora nuestras interacciones son en el más puro silencio de la mente; hasta sabemos adónde fueron o adónde irán. Allí, en la pantalla de las redes sociales, desfila nuestro pasado, nuestro presente y hasta nuestro futuro; las cordilleras y los oceanos tampoco existen. Difícil de manejar para seres que todavía venimos a la Tierra en formatos tridimensionales, con necesidades presenciales o des/presenciales.

Porque hay algo medio perverso en ese seguir tan (semi) conectados cotidianamente cuando un vínculo de cualquier orden se complica, se enfría o se termina; por lo menos durante el período de duelo, eso no debe ayudar. Especialmente al más damnificado. Pero muchos psicólogos vienen recogiendo la impresión de que borrar a alguien del Facebook equivale casi como a matarlo: un último recurso que sólo se arriesga cuando el asunto es definitivo y gravísimo. Nadie lo hace con la gente que le importa o que alguna vez le importó (sí, claro, con desconocidos); el dejar de verse, que en el mundo real sería parte de los ciclos naturales de algunas relaciones, aquí se vuelve una salida de violencia extrema. Tampoco solucionan los settings de privacidad, porque -en la maraña de la hiperconexión por default– eso termina siendo el (también doloroso) equivalente de estar evitando a la persona o siendo evitado por ella. Y entonces se corre el riesgo de que la canción de Perales ya no sea la excepción, sino la nueva regla.
¿Y cómo es él? ¿En qué lugar se enamoró de ti? ¿De dónde es? ¿A qué dedica el tiempo libre?

 
Por algo, en sus preceptos de Remedium Amoris, Ovidio recomendaba irse de Roma cuanto antes. Y hacer, básicamente, todo lo contrario de lo que terminamos haciendo en un mundo cada vez más ubicuo. Pero ahora no nos queda otra que ser los forzados ciudadanos contemporáneos de una Roma virtual omnipresente. De la que huir, por cierto, es prácticamente imposible. 
No te entretengas en leer las misivas que guardes de tu dulce amiga: 
el temple más firme vacila con tan peligrosa lectura.

Quiera el cielo que tengas el valor de pasar sin detenerte 
por el umbral de tu abandonada amiga, 
y los pies no desmientan tu resolución.
Sobre todo huye, por fuertes que sean los vínculos que te encadenan, 
huye lejos y emprende viajes de larga duración.
Consejos no por añejos menos sabios. Y que todavía considerábamos vigentes hace (sólo) tres décadas, cuando Perales cantaba su canción y casi todos nos reíamos de su masoquismo sin el menor miramiento. ¡Pobre de él, si hubiera tenido Facebook, con semejantes inclinaciones naturales!

Sí, tiene lo suyo tomar ómnibus. Tendré que hacerlo más a menudo.