1.
Necesito silencio. Un ataúd de cristal para poder recuperar el alma. Pero el niño no para de hablar, los platos se golpean en la cocina, el teléfono suena, los mozos gritan. El sonido es invasor por naturaleza; no respeta murallas con códigos implícitos ni fosos tácitos. No hay modo de detenerlo si decide entrar. O sí.
Fracaso. En el intento de ir hacia adentro, un enorme cansancio me sorprende justo sobre las espaldas. Ese momento preciso en que el gigante Atlas descarga su peso aplastante sobre el desadvertido Hércules; hasta entonces, el héroe quizás desconociera la más alta dimensión de sus propias fuerzas.
Bajo el rebozo, mi burka ocultadora, sé que estos días camino encorvada, como vencida. Es normal. Intento empezar a arreglarme un poco otra vez, volver a mí, pero tengo los ojos demasiado cansados, pesadísimos los párpados. Otra vez, hondo deseo del ataúd de cristal. Mi piel ya no emite luz, como venía haciendo antes; el pelo, atado al descuido, como si fuera una rienda con la reserva de mis últimas energías. Porque aún no es tiempo de soltar a los caballos hacia el campo nuevamente. No podría ir a buscarlos, si fuera necesario. Los mantengo, nerviosos, pateando la tierra con los cascos, todos amuchados en el potrero frente al galpón. Por si acaso.
El niño sigue hablando, pidiendo, llamando. La moza también interrumpe y los caballos se me pierden. Lo de siempre, pero sin ningún ímpetu para intentar reencauzar nada. Que hagan lo que quieran.
Hoy al mediodía, una voz de hombre intentaba despertarme, recordarme lo que habíamos planeado, devolverme a la vida real, a la vigilia. Y yo me sentía como Perséfone vuelta a raptar; esta vez por un Hades sólido y terreno que pretendía arrancarla de los reinos profundos del sueño, de los muertos, y llevarla en violenta ascensión hacia la verde superficie. Segundo rapto, porque ella ya se había acostumbrado al otro reino; tanto, que ahora lo sentía como su hogar, su refugio. Pero a nadie le importan los dramas de los exiliados de ida y vuelta: ahora el carruaje negro se abalanza sobre ella y la arrastra de regreso a la conciencia.
Los caballos oscuros del carruaje relinchan; entonces me acuerdo de los míos. Estoy más o menos despierta.
Por ahora los retengo. Los soltaré al campo en cuanto vea venir la tormenta a lo lejos.
2.
De noche, G. exclama frente a la pantalla: “¡Mira, Astor: en esta casa naciste!”. Levanto la vista y no doy crédito: es nuestra casa de Sóstenes Rocha, en Querétaro. La misma, con todos sus vecinos, el taller de enfrente, el puesto de los tacos en la esquina. Contentos, vamos sobre los adoquines de GoogleMaps recorriendo el caminito cotidiano hasta el corazón del Centro Histórico. El embeleso de la ubicuidad virtual.
Sobre el final del embarazo, a duras penas lograba llegar hasta allá caminando, entre el cansancio, el peso y los tobillos hinchados; más adelante (una vez terminado ese tormentoso primer mes con que la vida recibió a Astor) sí volví a ir. “El Príncipe del Centro Histórico”, decía CS. Empujaba con trabajo la carriola -la capota cerrada para ocultar el tesoro de ojos azules, la manija atada a la muñeca, el dedo en el gas pimienta- hasta el Marrón Café, en la Plaza de Armas. Ahí, bajo la arcada, me sentaba a tomar un capuchino y a mirar la fuente del Marqués de la Villa del Villar del Águila -“mirar” es un decir- mientras el bebé dormía. Flotaba un buen rato en ese limbo protector, fuera de mi cuerpo y de mi alma.
“Esa fuente tiene cuatro perros”, le digo a Astor. “Escupen agua”. Él se ríe y pide verlos de cerca; entonces GoogleMaps, deidad piadosa que concede los deseos de los que no pueden darse el lujo de viajar, hace aparecer frente a nuestros ojos al emblemático marqués de hierro con sus perros escupidores.
Su vista me corta la cara con un recuerdo inesperado: estar sentada en ese mismo café, escribiendo o pensando, y que de repente pasara aquel taxista que al instante captaba la atención de todo el mundo. Sacaba medio cuerpo por la ventanilla; manejaba lento e iba dando toda la vuelta a la plaza mientras, levantando el puño cerrado, gritaba con voz entusiasmada, una y otra vez, como si arreara vacas:
¡¡Ánimo!!
¡¡Ánimo!!
Una vez, me miró a los ojos en el momento mismo que lanzaba su pregón de ángel fortuito, y yo sentí que era una señal del universo para que resistiera. Quizás aquel taxista loco, con su incomprensible ritual y las postales surrealistas que generaba a su paso, me haya salvado la vida. Beneficios colaterales.
“El Ánimo”, le decíamos (no sé qué hubiera opinado Jung de esto, ahora que lo pienso). Pasaba sin anunciarse, sin días fijos; lo hacía cuando él quería, sin la menor posibilidad de prever su presencia. De ahí que el efecto de su arenga fuera percibido como una bendición, como una inmerecida brisa mentolada en una noche demasiado calurosa para poder dormir.
Ánimo.
Ánimo.