1. “Ya salí”, decía el SMS.
Caminé, errática. Caminé y seguí llorando por lo que presentía. Pasé por el costado del Hospital Italiano; sus muros embrujados de asilo y hiedra acrecentaban mi angustia.
Sí, era en el Obelisco, seguramente. Lo que pasa es que no pudimos entendernos. El ruido. Los motores. La furia tácita.
Entonces lo vi aparecer. La cara lo decía todo.
2. Caminamos abrazados por Bulevar Artigas sin hablar. Él lloró casi para adentro hasta el Pereyra Rossell. Yo lloré, brutal y desconsolada, hasta la puerta de casa.
Le pregunto, o simplemente pregunto, por qué no me habré quedado sorda yo en vez de que él tenga que atravesar esto por segunda vez. Me responde que no diga tonterías. Que él tiene muchos más recursos internos para soportarlo. Y es cierto. No tengo más remedio que aceptarlo, que aceptar todo. Lo que entiendo y lo que no.
Pero ese fue mi único amague de increparle algo a Dios. Siempre tengo presente a Job, el justo, y todo lo que le pasó sin merecerlo (¿Quién lo “merece”? ¡Como si las pruebas y los sufrimientos fueran expresión de un castigo! Esa maldita mentalidad judeocristiana azuzándonos desde el inconsciente occidental). La respuesta de Dios, cuando finalmente se decide a romper su silencio, es imbatible. Entonces ¿para qué repetir la misma historia, emprender a ciegas ese terrible viaje de huérfana, si ya tengo un mito que me sirve como mapa?
Tiene razón. Y Job lo reconoce. Y yo lo reconozco junto con Job. Hablé una vez… no volveré a hacerlo; dos veces… no añadiré nada. Hablé sin inteligencia de cosas que no conocía, de cosas extraordinarias, superiores a mí.
Dicen que las últimas palabras de Ludwig van Beethoven fueron Ich werde im Himmel hören! “¡Oiré en el Cielo!”.
Vaya uno a saber.
Como nota al margen y no tanto, se sigue sosteniendo que, más/menos un día, el 17 de abril siempre será el día aciago de mi calendario.
Tiempos aciagos Gaby. Un abrazo fuerte.
Es raro cómo un texto que expresa tanto dolor pueda ser tan divino. Paz.