Maté a la araña ni bien entré al cuarto. Era enorme. 
No me molestan, no me asustan: es solo esa irritante posibilidad de que me piquen mientras estoy dormida, una espada de Damocles que complicaría aún más mis insomnios. Imposible tolerarla en mi ecosistema. 

Le pedí perdón y la aplasté. Varias veces, para asegurarme de no haberla dejado en un inmerecido loop de sufrimiento. Se veía tan pequeña sin esa expansividad estelar que tienen las patas de las arañas. Lo mío fue ese acto incomprensible de nuestro Dios injusto: la araña nunca hubiera podido vislumbrar mis motivos ni remotamente. 

Al otro día, cuando me bañé, descubrí todo un maravilloso tapiz casi invisible que adornaba y unía el calefón con el vidrio al exterior. Flotaba, en su vaporosa condición de tejido mágico, movido por la brisa. Su brillo realzaba la vista del montecito arbolado, enmarcado por la ventana. 

Tuve conciencia por un momento de que esa era la obra de la araña, su legado. Bello. Frágil también. Y ya ni siquiera estaría allí la araña para arremangarse y poder reponerlo, si acaso yo lo deshacía en ese momento con un dedo. 
Cerré las canillas, me sequé y vestí. Afuera encontraría otros rastros de arañas todavía vivas. Ellas toman cada espacio, cada segundo; nunca pierden el tiempo. Saben bien quiénes son, y así lo expresan. No, no pierden el tiempo.