PROLEGÓMENOS LAPAROSCÓPICOS
Madrugada del 23 de septiembre, Asociación Española, habitación 335 B

Supongo que pocas personas le rezamos a Hades y Morfeo, a  Hipnos y a Perséfone, antes de caer en el vaho de la anestesia general. Me fascina ese sagrado e inefable momento de la pérdida de la conciencia misma; es realmente una inmersión en las aguas del río Leteo, mucho más honda que la que cada noche emprendemos al quedarnos dormidos, cuando vamos de un mundo a otro, organizado con sus reglas particulares, habitado por sus propios dramas. Y en cuanto al Leteo no funciona tanto, pues al menos yo busco desesperadamente recuperar la memoria de mi vida paralela en ese lugar de los sueños. Pero con la anestesia no: uno realmente va hacia la nada; quizás esa sea la nada de la muerte, no lo sabemos. Aquí se aplica aquel horrendo precepto machista sobre la violación: “Relájate y goza”. La única forma de pasar hacia otros mundos -alcohol, drogas, muerte, meditación, anestesia, sueños- es entregarse del todo al secreto y esperar.

Hablando de esperar, desde que me despedí de G. en la habitación y salí -encamillada, muñida de gorrito y zapatones- rumbo al block quirúrgico o su antesala, me tocó esperar dos horas mirando el techo. Eso, en vez de ponerme tensa, me ayudó a serenarme al máximo e incluso relajarme físicamente. Yoga de camilla, spa de bisturí. Es curioso todo lo que se puede pensar en esos tiempos muertos; por ejemplo, que para mi sorpresa –dada la habitual asociación con personajes amanerados rodeados siempre de curvilíneas enfermeras rubias, cual eunucos en el harén del sultán-, se me dio por constatar que había varios enfermeros y asistentes de buen ver. “¡Zas!”, me dije. “¡Típico comentario de vieja! ¿Cómo cuando era joven jamás lo hubiera notado?”. En realidad, me alegré por las enfermeras y doctoras del hospital; recuerdo vagamente que motiva más ir al trabajo o al colegio cuando nos gusta alguien. Claro que mi información era visual nada más: quizás –oh, injusticias biológicas- estos dos o tres tipos de buen ver eran gays, como siempre. Pobres enfermeras y doctoras.  También pensé -en tren de recuperar ahora aquellos tiempos muertos- en esa serie de canal Fox que tanto me gustaba por crítica y decadente, “Nip/Tuck“: ¡hay que estar loco para operarse si no es por obligación, dejar que el cuchillo serruche, rompa, jale, penetre, traume nuestra pobre carcasa, si no es por un motivo de salud o secuela de accidente! Agrandarse las tetas o estirarse las arrugas no me parecen motivaciones suficientes, pero cada Narciso con su estanque. Y así se me fue el tiempo en este parloteo inútil, en vaivenes mentales provocados por el ocio pre quirúrgico. Era muy raro, pero no tenía nada que hacer, ni tenía nada no hecho por lo que me sintiera culpable. Casi el nirvana. No era yo del todo. Era yo, jubilada y mirando por el balcón.

Me reconozco más en la seguidilla de pensamientos erráticos, obsesivos, que se me aparecieron en el momento mismo de salir de la anestesia. El primero es, por supuesto, el más universal: “Ah, estoy aquí de nuevo, no me quedé en la otra orilla”. En realidad no llegué a pensarlo verbalmente: fue una certeza tranquila que emergía entre el cuchicheo y los sonidos de la sala de operaciones mientras empezaba a volver. Salió todo brillante, dijo una voz de mujer, la anestesista, Perséfone en este caso. Me pareció curioso que, aparte de la contundencia inequívoca de la afirmación, usara ese término, “brillante”. Afuera la luz es brillante; afuera, al final del túnel de regreso que nos lleva del mundo de los muertos a la superficie. Ahí, justo ahí, donde Orfeo mete la pata y da vuelta la cabeza.

Los anestesistas son un género aparte, único. Nunca hablé con un anestesista inquieto, nervioso, colérico o cínico. Todos tienen una especial parsimonia, un ritmo lento, de contacto humano pero distante, como si ellos mismos tuvieran siempre un pie en ese mundo al que nos llevan y del cual nos traen de regreso. Son como parteros de frontera, como embajadores con doble ciudadanía. Levrero –me doy cuenta ahora- era todo un anestesista.

Ellos se ponen en la cabecera, cuidándonos, o están a nuestro lado mientras caemos en el sopor, y nos hablan con voz suave, segura, hipnótica, hasta que caemos en la inconsciencia, y quizás sigan todavía más allá. No sé cuánto del letargo es causado por la anestesia como sustancia misma, y cuánto será producto de la presencia misma del anestesista. Cuando nació Astor sufrí una cesárea, pero con anestesia epidural: no quería que después me trajeran a cualquier bebé cambiado, como en las telenovelas mexicanas. El anestesista fue el único que estuvo presente durante el parto (además de G., Astor y yo, se entiende): me hablaba con esa voz arquetípica, de ultratumba buena, que tienen los anestesistas; me acariciaba la cabeza. El resto del equipo médico hablaba de golf y de chistes de fútbol, mujeres y esas cosas. ¿Yo? El territorio impersonal de una carnicería, siguiendo para mis adentros, drogada y risueña, sus irreverentes conversaciones profanas escupidas en el piso de una iglesia. La anestesia semi consciente me arrastró aquella vez a una nube de valemadrismo total, a una distancia interior, de nave al garete, con lo que estaba pasando. Pero la calmada voz del anestesista me traía de regreso a lo importante; era el único que me explicaba lo que sucedía en cada fase.

“Salió todo brillante…”

Lo segundo que pensé fue en ubicar el dolor. Sí, estaba allí, a la derecha, en la otrora mansión de mi vesícula. No había sido víctima de una de esas trágicas confusiones,  como escuché una vez en México –y nunca olvidé- cuando era niña: en el IMSS, le habían amputado una pierna a uno y –digamos- las amígdalas a otro, intercambiados los expedientes por error. Esa es una de las desventajas de la anestesia general: por no estar uno mismo presente, no puede patalear contra la ineficiencia ajena (desde luego, si uno pierde la pierna la metáfora se vuelve literal). Ayer mismo escuché en el pasillo médico de este hospital una alarmada voz masculina diciendo que una señora había venido a sacarse la vesícula y le habían sacado el apéndice. A lo mejor era una broma interna entre enfermeros, pero, si no, yo no era, por suerte, dicha señora. A mí me duele donde me tiene que doler.

Sí, la anestesia requiere un importante grado de confianza en los otros del que no todos disfrutamos. Pero la voz lenta, pausada, narcótica, del que conoce esos misterios de la vida y la muerte, secretos de la suspensión de la conciencia y la memoria, ayuda a animarse al tobogán.

La tercera cosa que pensé –quizás la más absurda en esa situación, pero no para mí, que hasta pedí que me mostraran mi gigantesca placenta- fue que quería ver los cálculos, las piedras que me habían extirpado (“tus rocas de Sísifo”, diría mi amiga V.). Aún no había abierto los ojos –tardaría un buen rato, aunque igual seguía el accionar del entorno desde los oídos-, pero igual me preocupaba no poder concretar ese último ritual para honrar mi obra creativa: ver las famosas piedras. ¿Serían verdes, como dijo aquella extravagante ecógrafa que, cuando se jubilara, quería dedicarse a hacer bijouterie con esas piedritas ?

*

Cuando abrí los ojos, perdí las esperanzas en el asunto y no dije nada: estaba en una sala de recuperación, no en el quirófano. Ni rastros ya de la vesícula con todos sus cálculos. Igual, mi exiliado órgano no podría decir que no lo despedí con varias ceremonias: churros del Parque Rodó, mazzini de Carrera, vinos de todo tipo. Ahora vendrán tiempos de anacoreta.

Para mi sorpresa, ya en la habitación, G. me entregó una bolsita transparente que le habían dado – ¡mi tesoro no se había perdido en la ni pena ni gloria de la basura!-, con piedras varias, grandes, grandísimas, chiquitas, diminutas. Me impresionó mucho que hubiera podido alojar dentro de mí, como si nada, tanta tierra, mineral, sólidos tan duros que hasta se pueden golpear ruidosamente contra la mesa. Para mí fue tan impactante como si dentro de la vesícula me hubieran encontrado una maceta con flores; me imaginaba algo más sutil y etéreo. No eran verdes como prometió la ecógrafa –aunque sí lo era la bilis fosforescente que vomité después-, no eran brillantes, como dijo Perséfone: la joyería original de marca propia quedó descartada. Ahora tengo que conseguir una cajita de vidrio para guardarlas.

A G. le parece medio repugnante el asunto de exhibirlas, pero a mí no. Me reafirma la idea de que pasar por la operación fue lo correcto, que en verdad llevaba una bomba de tiempo al costado.  Claro que no me agradan, para nada: son duras, enormes, muchas (me dieron once, quién sabe si había más), y vivían como un alienígena malévolo en mi propio cuerpo, como un embrión sin futuro, como un terruño infértil. He enterrado cada una de las muelas del juicio que me sacaron (por ahora sólo cuatro, pues me salió una quinta tiempo después, otra de las anomalías que me persiguen). También guardé el cordón umbilical de Astor. Quería enterrarlo en el jardín de Guanajuato, en la casa donde empezó su vida, pero la súbita partida de México no me permitió volver al pueblo y concretarlo. Todavía lo conservo; algún día estará ofrendado donde debe.

Así que, pese a los ribetines de aquella ecógrafa orfebre, o a las poéticas sugerencias de mi alumna Stella Maris que las comparaba con esmeraldas, mis piedras vesiculares son cetrinas, amarillentas. Me recordaron más bien, por su forma y peso, a la pirita de hierro, “el oro de los tontos”, como dicen los mineros de Guanajuato y otros pueblos ricos en tesoros de la tierra. Así que me voy hoy a casa, si me dan el alta (alguien que garabatea de madrugada, a oscuras y con la vena pinchada sin duda la merece), con mi bolsita de “oro de los tontos”. Sí, para mí tiene mucho valor, y sin embargo no lo tiene, salvo que encontrara a alguno de esos tontos aludidos, o quizás algún coleccionista excéntrico en eBay. Plomo y oro. No salió todo tan brillante como dijo la anestesista, o al menos no salieron brillantes las opacas piedras de mi vesícula, ahora convertidas en prueba irrefutable, acceso al club, medalla al mérito. Recordar siempre de qué piedras venimos y qué piedras dejamos.

 
… que te operen por laparoscopia y no con cirugía tradicional, no tiene precio…

EPÍLOGO. CON GRATITUD A TODO EL GREMIO DE ANESTESISTAS DEL MUNDO

Un poemita de Gabriel Celaya que musicalicé cuando era adolescente decía que “la vesícula biliar le duele a los millonarios y es un lujo mortal”. Obviamente, mi diagnóstico médico de adulta entró en crisis con el previo diagnóstico poético, porque yo no soy millonaria, y entonces la litiasis no podía ser más que un error. No tengo más riquezas, en verdad, que las que guardo en cajitas de vidrio, visibles e invisibles. Puro “oro de los tontos”, de los que creen que tienen un misterioso tesoro que nadie más ve. Aunque quizás Gabriel Celaya se refería a eso, finalmente.

POSDATA: OTRA ANOMALÍA PARA EL ARCHIVO
Tampoco sé a qué se refería el cirujano al incluir en mi ficha vesicular el siguiente acertijo del que remito prueba: “Niega chucho solemne”. Se escuchan interpretaciones.