Todo esto es imaginación mía, por supuesto: simplemente se trata de la edad, de los años cultivando el descuido físico (ya no vivo a 180 escalones del Centro, como en Guanajuato, y por lo tanto he perdido el ejercicio aeróbico cotidiano; ya tampoco camino hasta la madrugada de bar en bar ni bailo festejando la vida, como siglos atrás). Montevideo debe ser, supongo, una ciudad tan llana como la dejé hace años. Me daría risa quejarme realmente del esfuerzo que me insumen las cuadras “cuesta arriba” si estuviera una sola tarde otra vez en Guanajuato.
Pues sí: indudablemente he perdido la épica, quizás hasta la capacidad de despegarme del suelo. Ahora peso, porque el mundo y sus demandas me traen de nuevo a la tierra todo el tiempo.
Y caigo en picada nuevamente, como todos los días, vencida ante los caprichos de la gravedad del alma, de la montaña invisible. Cómo me duele que Astor esté llorando últimamente en la puerta de la escuelita, abandonarlo a quién sabe qué miedos, y tener que decirme, por su bien y el mío: “Es normal”. Ser padre es una tarea titánica, propia de Prometeos prontos a ofrendar su hígado a las águilas por regalar el fuego, de decenas de Hércules asumiendo sin tregua los doce trabajos infernales, de una legión de Atlas cargando el mundo, de una horda de Uranos castrados, de Cronos tragando piedras, de Letos pariendo dioses. No son tareas para el corazón de los silvestres mortales: mi vida pende de cada una de sus respiraciones, de sus sonrisas de niño, de su inocencia. Escalo como puedo las montañas de nuestro tiempo juntos, limitado, finito, aunque aún no sepamos la fecha en que nos alcanzará nuestra condena. Es que no son ondulaciones, son grandes abismos que amenazan, pero también son cimas, olimpos, cielos.
FOTO: Renato Iturriaga
CITA: Leonardo da Vinci