“Estoy segura de que los Reyes murieron, que a mí no me dejarán nada, que ya no existen, que no laten más en mi alma. Pero ¡qué lindo era!”

El otro día los Reyes Magos pasaron por Atlántida; yo me di a la fuga hacia Montevideo esa misma noche, precisamente. Astor, por ahora, no podrá desilusionarse y resoplar, indignado: “¡Los Reyes Magos son los padres!” porque, la verdad, en este debut que habíamos diferido todo lo posible, el terrorista de la felicidad (como pone Quino en boca del padre de Mafalda) fue únicamente Papá Guzmán. En mi familia política, la gran fiesta de regalos se hace en Nochebuena: ¿habría que, además, gastar otro tanto pocos días después si podíamos hacernos los disimulados? Hasta ahora, a los cuatro años, Astor ni sabía de la existencia (menos aún, de la no existencia) de los Reyes: entre el clásico de Maroñas al que asistíamos religiosamente, el viaje a Panamá el año pasado y el hecho de que en enero no tiene escuelita la habíamos librado con bastante elegancia. ¿Y justo cuando falta tan poco para zafar, cuando falta tan poco para esa charla seria en la que uno tiene que tirar por el piso para siempre la inocencia de su hijo, o, en su defecto, cuando falta tan poco para que lo asalte ese sentimiento de traición al enterarse por ahí de nuestra villanía fraudulenta, justo ahora terminaríamos permitiendo que los Reyes Magos se colaran en su inconsciente y fueran otro motivo de oprobio paterno cuando llegue ese aterrador momento del aterrizaje forzoso en el realismo adulto? Bastante tengo yo al cargar en la conciencia con dos cartitas a Papá Noel, una de las cuales fue despachada en la mismísima oficina de correos: Astor se la entregó a la funcionaria en propia mano, diciéndole: “Al Polo Norte”.

Pero venía la prima de Atlántida y, si nos quedábamos a dormir aquella noche infausta, los Reyes Magos llegarían con ella. Yo había aceptado, en principio, que unos tales Reyes le mandaran un solo regalo por correo (algún común para él, con los abuelos en Panamá y la madrina en México), de modo de que si algún niño le preguntaba: “¿Qué te dejaron los Reyes?” él supiera a qué diablos se refería (porque, es verdad, debe ser como no saber quién es Ben 10 o Sportacus, qué es Hotwheels o Hi 5). Pero en el último momento, al ver todos los paquetes que planeaban dejarle esos pérfidos Reyes a la prima, nos entusiasmamos y juntamos algunos regalitos debajo de la cama. Debo confesar que se me agitó cierta emoción vieja en el alma. Pero lo que yo no quería es que, con la conveniente instauración de un día más en la cosecha de Astor, viniera toda una mitología de pasto para camellos, agua en baldes, zapatitos, figuras que se mueven en el pesebre, porque era como armar toda una hermosa escenografía teatral, mágica y seductora, para poco después prenderle fuego. Con el Gordo del Norte ya tenemos bastante, ese desubicado total que viste pieles en pleno verano, exhibicionista imposible de obviar si siempre anda de rojo, cultor de la obesidad como imagen de simpatía, advenedizo trepador que se lleva el mérito del gasto ajeno, posible pederasta incluso, un tipo en extremo peligroso. Malaya el día en que deba decirle a Astor la cruel verdad: que nos hemos burlado, en el fondo, de su ingenuidad y su pureza, que hemos disfrutado cada momento de la mentira viendo sus gestos de felicidad al recibir los regalos, que hemos espiado en sus deseos con trucos como cartas o idas a la juguetería para escuchar sus comentarios, que su inocencia fue pasto de fieras, que el mundo en verdad apesta, que es imposible volver al estado de protección de la primera infancia, que a partir de ese momento tendrá que arreglárselas como pueda, que seguramente hay otro montón de estafas y secretos turbios adheridos a la antes inmaculada imagen de sus padres, que debe estar alerta porque es muy probable que haya más trampas tendidas por ahí, amenazas, golpazos, desilusiones. Y lo peor es que sí, las habrá, a manos llenas.

Ahora, todo esto de los Reyes no es para tomárselo como una Coca Light en verano: es un asunto gravísimo que mueve el mundo simbólico cual bruja frente a su caldero. Bien sé que, aunque me haya escapado, aunque en el fondo no fuera tanto la racionalización del doble presupuesto lo que me preocupaba, sino mi propia negación a aceptar que los Reyes sean los padres (porque si yo lo hago, si yo pongo los regalos en los zapatitos y me hago la dormida, será reconocer del todo y para siempre que los Reyes Magos jamás existieron, que nunca vinieron, que sus manos no tocaron en absoluto aquellos regalos que me llegaban hace tantas décadas, que no están más o, lo que es peor, jamás estuvieron), la relación interna de todos los hijos hacia sus padres se basa claramente en la figura de estos tres arquetipos, pegajosos como la mugre, que, con paciencia, esperaron afuera de nuestra casa hasta que tuvieron la oportunidad de colarse. Al principio, los hijos nos aman, viven cada cosa con toda la ilusión, inmersos en la magia de la bondad de la vida: los Reyes Magos dejan regalos, todo es un oasis de abundancia, las estrellas surcan los cielos y nos guían a destino, el poder, la bondad y la sabiduría van de la mano (los padres, los reyes, los magos, todos candidatos a las tres cualidades simultáneas), la vida es una armónica comunión en la que las risas y los corazones agitados por la emoción son una constante.

Después viene la adolescencia, tiempo de cambios en la relación con los progenitores: “Me han traicionado, me hicieron creer que los Reyes existían y eran ustedes. ¿Para qué me engañaron con semejante estupidez y me decepcionaron así? Me hubieran evitado todo esto. ¿De qué sirve inventar una magia que no existe? ¿Se creen que soy idiota, que no me iba a dar cuenta tarde o temprano? ¿Por qué lo hicieron? Me mintieron, sólo quisieron lastimarme, molestarme, demostrarme que ustedes me manejan a su antojo, pero no es así, ya lo verán. Y nunca más voy a creerles NADA!!!!”

Por último, llega la curva de descenso en el enloquecido biorritmo del 6 de enero simbólico: allá por la mediana edad, cuando uno tiene sus propios hijos y sus propios problemas (y, casi siempre, si aún tiene padres, son viejitos), mira con cierta ternura en su memoria la misma exacta escena por la que ahora le toca pasar: la compra de regalos, intercambiar opiniones con la pareja, elegirlos, juntar la plata, esperar el momento de ponerlos en su sitio sin ser descubiertos, acompañar la ilusión del niño, festejar su alegría al otro día, tragarse la angustia propia si lo recibido no era lo que esperaba e inventar un consuelo, todas esas cosas. Y se dice, ya lejos de aquellas rabias egocéntricas: “Pobres viejos, mirá todo lo que tenían que hacer…”

Cuando yo tenía veinte años y ya me había venido a vivir a Uruguay por primera vez, mis padres estaban organizando sus cosas para irse también de México y, entre los papeles viejos, encontraron una carta mía a los Reyes Magos cuando tenía unos cinco años. El papel estaba decorado con un Mickey a color y guardaba esa inconfundible letra cursiva de niña, temblorosa e insegura, a lapiz, que luego de pedir discretamente algunos regalos terminaba escribiendo: “Por favor, Reyes Magos, no me castiguen”. Sé, por mi madre, que ambos se pusieron a llorar ahí, juntos. Creo que fue un mensaje de mi inconsciente infantil a mis padres, en algún sentido. Pero para desarrollar esta escena y aprovechar su carne hasta el hueso tendría que escribir una novela entera; igual, vaya el flash de blog.

Mis padres eligieron contarme ellos mismos la verdad antes de que un compañerito de la escuela me la zampara sin anestesia; no querían que me sintiera engañada y es muy respetable. Sólo que, para lograr semejante anticipación, me lo dijeron a los cinco años (ahora que lo pienso, debe haber sido después de recibir semejante carta). Yo negocié, rogué, imploré para que a mi hermanito le dejaran disfrutar esa ilusión aunque fuera un año más, así que se lo dijeron a los seis: a diferencia mía, el Mopri salió ese mismo día y, ni corto ni perezoso, informó del asunto a todos los integrantes de su generación. Pero volviendo a ese día, la hora de la verdad, la muerte irreversible de los Reyes Magos (sin trucos de resurrección, como los de aquel pequeño al que visitaron con incienso, oro y mirra), fue mi papá el que se echó todo el rollo; evidentemente, ellos tenían divididos los temas. A él le tocaba explicar quiénes eran los tupamaros, los comunistas, Pacheco y el Che Guevara, por qué estábamos escondidos durante la huelga bancaria, a qué sectores votaría cada uno (con la salvedad de que no podía decírselo a nadie) y, finalmente, darme el mazazo de los Reyes Magos; a ella solo le tocaban las temáticas sexuales.

Creo que aquel soleado día en el apartamento de Rivera y Jackson donde vivíamos al principio no entendí demasiado: mi papá, como siempre, habló sobre tantas cosas –todas interesantes pero que en mi infantil mente no tenían la menor relación: la historia desde el Génesis– que cuando llegó al meollo de la confesión y me preguntó si había entendido yo dije que sí, que por supuesto, que estaba clarísimo: al pobre niñito Jesús lo habían engañado, porque los Reyes Magos en realidad no existían. Fueron, en verdad, esos poco escrupulósos de José y María quienes le mintieron y pusieron los regalos en el pesebre. Ahora, lo que era a mí, los Reyes sí me traían los míos en persona, claro!

Los malentendidos, finalmente, se aclararon, y una sensación de pérdida precoz de la virginidad, de callada humillación aún azorada frente a las inconcebibles realidades de la vida se apoderó de mí. Quedé como un trompo, girando confundida, para nada enojada con mis padres pero sí un poco con la incómoda situación y con la vida misma. Mi madre, más práctica, me espetó: “Si alguna vez tenés cualquier duda, vení a preguntarnos”.

Se ve que me quedé pensando, porque al otro día la paré y le solté la cáustica pregunta: “¿Los ratones son los padres?”. Ella, con expresión de haber sido agarrada en falta, bajó la vista solo por un instante, para luego mirarme y decirme el temido “sí”.

Pensaré qué hacer cuando se le empiecen a caer los dientes.

Por ahora, la única fórmula que he encontrado para tratar de salir con el menor enchastre posible de este escabroso asunto de los Reyes Magos y Papá Noel es explicarle que ellos únicamente le dejan regalitos a los niños, que los grandes nos regalamos cosas entre nosotros. De ese modo, podré aprovechar el odiado día como rito iniciático: “Bueno, Astor, resulta que ahora sos grande, estas personas ya no te van a traer los regalos sino que a partir de ahora te los compraremos tus papás”. En una de esas ni siquiera le tengo que decir que en realidad no existen.