Diego Rey es definitivamente el fan número uno de Eduardo Darnauchans. Hay, por supuesto, gente que guarda tesoros incunables (yo, entre ellos: no cualquiera tiene una mágica chalina del Darno colgada junto a su escritorio, cual prenda caballeresca que le guía a uno en las batallas), fotografías hermosas, recuerdos personales únicos, larguísimas charlas de café, bar y escenario. Pero ser fan es otra cosa, es un tipo de amor distinto, de incondicionalidad absoluta. Porque el fan sabe que dificilmente consiga en la vida la cercanía de su admirado: un saludo, unas palabras, una foto o un autógrafo ya sería menuda recompensa para agradecerle a los dioses, pero a veces ni siquiera eso sucede. No obstante, el fan ama, guarda, colecciona y busca; sabe, recuerda, conoce, relaciona, se vuelve miembro de una tribu invisible. Y Diego Rey, que tiene como treinta años menos que los que tendría Eduardo, es el tipo que debe tener más memorabilia y material sobre Darnauchans en el mundo entero. A cada quien sus méritos.

Él fue quien acuñó la expresión “Barrio Darnauchans” para un cierto cuadrado o rectángulo muy montevideano donde, por casualidad, se juntan varias casas de los amigos y admiradores del Darno.

Bueno, pues el Barrio Darnauchans se va para arriba! De ser un páramo triste, siempre alfombrado de hojas otoñales, sin supermercados que abran pero con almacenes de esquina que cierran, sin cafés (uno se ve debatido entre el viejo y querido Sabot de los borrachos y presumibles ex presidiarios, o la pipirisnais Alianza Francesa con wifi, y ya no tiene mayor opción intermedia), sin bares a no ser por el pálido recuerdo de aquella primera Commedia antes de su tonta huída a la Ciudad Vieja (o un misterioso Barbacana que abre cuando quiere, y cuando abre parece sentirse importunado por la llegada de clientes), en fin: de ser un olvidado puente entre Pocitos y el Centro, un peaje rumbo al Parque Rodó, está empezando a volverse una promesa. Sí, los hijos del ciego Tiresias somos algo exagerados, pero quien tenga ojos que vea. Las cosas están ahí, aunque todavía no aparezcan en esta dimensión.

Ahora en el Barrio Darnauchans tenemos el Gradiva, el Madre Deus (aunque sospecho que hay que asaltar un banco antes de ir, pero ¿qué restaurant tiene poemas de Pessoa en las paredes?), y próximamente un nuevo Don Trigo, allí donde estaba la parrillada Los Picapiedra. Por algo se empieza.

Ya sé, yo también quiero bares y cafés de verdad. Pero me encanta ir caminando a los lugares, y con los años ese ir caminando se va volviendo cada vez más cerca, hasta que al final, supongo, uno llega a desplazarse hasta la esquina con una silla de playa para ver pasar el tránsito a la hora de salida del trabajo.

Hablando una vez más del Darno, que ha dejado edificaciones a su paso por la tierra (todo un barrio, donde vivo ahora, y un Edificio Sansueña en la calle Ellauri, frente a mi casa anterior, en cuanto a las edificaciones visibles, claro), la Revista Gatopardo de julio sacó una crónica hermosísima sobre él. Me encantaría conseguir la versión impresa, con más fotos y esa sensación de papel que vuelve todo más importante, pero parece que no llega a Uruguay (supongo que Diego Rey ya la habrá conseguido en Argentina o en otro lado!). De todos modos, la crónica puede leerse en el sitio en línea de la revista. Y vale la pena, lo juro por Dios. Es de Martín E. Graziano; escribe muy bien y con sensibilidad. Es un retrato vivo y objetivo, dentro de lo personalísimo. Los deudos, muy agradecidos.

Suicidarse, nunca más. Número 92/ Gatopardo


la foto es de Mariana Mendez