TARDE DE TE

Dos mujeres hablaban de lo lindo alrededor de una mesa bien servida con masitas y una humeante tetera de Earl Grey. La de más edad observaba detenidamente la figura de la otra, pensando que no se daría cuenta. Pero la más joven, molesta, percibía lo que a su juicio era una ojeada crítica. “ Claro”, pensó. “ Una no puede pasarse un poco con los bocadillos en una fiesta, que enseguida las demás mujeres ¡plick! se adhieren como ventosas al elogio de la silueta redondeada. Parece como si tuvieran un radar: se dan cuenta antes que una de que, en donde había una cintura fina, ahora hay dobleces sospechosos. En donde había un par de muslos estilizados, ahora hay toneles paquidérmicos, anclas de acero imposibles de levantar. Festejan, festejan encantadas la buena nueva de la gordura en sus rivales. Un cañoncito de dulce de leche, una bombita de más y ¡plick!, tenemos arriba cientos de ojos revisándonos con sorna, explorándonos el cuerpo como si fuéramos esclavas a punto de ser rematadas en la plaza pública frente a los jeques árabes más codiciosos. ¿Se creerá que no me doy cuenta de su telescopio rastreador de sobrepeso? Me habla de sus hijos, de su casa, sólo para distraerme, para que yo baje la guardia del verdadero punto de interés: mi deterioro físico. ¿Por qué habría de mirarme tanto, si no? Si fuera para una opinión favorable, ya me la habría dado hace rato, pero es evidente que lo que está pensando no puede decírmelo de frente sin ser grosera: se lo reserva para una buena tertulia con otras urracas como ella. Seré el plato fuerte de la tarde, el comentario jugoso de la jornada. ¡La querida Annette se ha vuelto al fin una gordita feliz, como nosotras! Y entonces, ¡plick!, de golpe todas las otras fulanas del club empezarán a llamarme por teléfono, ¡tanto tiempo, corazón!, etcétera, y me invitarán a tomar el té sólo para escudriñar mis kilos recién estrenados. Y pretendiendo ser amables, en un gesto cruel me ofrecerán tentadoras masitas secas. Será la consagración de mi obesidad, el bautismo de la cofradía de las señoras gordas. Ahí está otra vez, ¡plick!, la odiosa mirada de Marta en mis caderas…”

Inspirada por las recetas de tarta de brócoli que intercambiaban con entusiasmo, Marta – la de más edad- pidió otra medialuna rellena mientras le confesaba a Anette su debilidad por los bizcochos del domingo. “ El resto de la semana resisto la tentación”,dijo, “pero el olor a café con leche del desayuno familiar es demasiado para mí voluntad”. Anette hizo una mueca que intentaba ser una sonrisa, pero no le salió. “Claro”, pensó Marta, “como ella es una flaca divina que nunca tuvo que hacer dieta para tener el cuerpazo que tiene, le parece muy fácil poner caras de asco ante una muestra de la debilidad humana, ante un titubeo comprensible en el pesado camino de las gordas sin remedio. Que por más régimen, por más gimnasia, por más maestros chinos que nos dejen como un alfiletero, nunca podremos adelgazar como las modelos de la tele. ¿Se creerá que no me di cuenta que cuando pedí la medialuna me miró con desprecio , como si toda mujer que no tenga su figura espectacular fuera digna de lástima? Así cualquiera: si yo tuviera esa cinturita de avispa, si tuviera sus piernas largas y elegantes, también me creería parida por las hadas. Pero no tengo otra elección: soy yo, tengo hambre y me mando mis medialunas cuantas veces se me antoje. Es una odiosa, ¡pero qué bien que le queda el vestido tan justito! Seguro que se lo puso para que me muriera de envidia, para que le cuente a las muchachas del club lo fantástica que volvió de su viaje. Pero conmigo se jorobó. No pienso decirle a nadie que la vi. Yo seré gordita, pero soy feliz. No preciso público como ella, que siempre se pone unos escotes acalambrantes. Además, seguro que se hizo cirugía; ninguna mujer tiene las tetas tan perfectas por naturaleza….”

Marta y Anette siguieron hablando sin parar incluso mientras pagaban la cuenta. Al salir del salón de té, era de noche y hacía frío. “ ¿Vas para tu casa?”, preguntó Marta mientras se despedían. “ Sí, pensaba ir caminando” respondió Anette. Era la gran oportunidad de Marta. “ Te arrimo. Vine en el auto de mi marido”, dijo tratando de disimular su triunfo. Anette se tragó la velada alusión a su propia soltería y contraatacó. “Gracias, prefiero caminar, así mantengo la línea”, contestó. Si iban a tratarla de gorda, al menos la otra no se quedaría afuera. A Marta le cayó mal la medialuna y peor aún la ostentación de Anette de que su deseable figura se la tenía bien ganada. Con ejercicio y dinamismo , a diferencia de Marta que se apoltronaba en la comodidad del matrimonio, del auto del marido, del control remoto de la televisión. Pero antes muerta que demostrarle todo lo que la envidiaba. “Bueno, querida Anette, en ese caso será hasta la próxima vez. ¡Qué noche tan encantadora!¿no te parece?”. La otra le apretó el brazo afectuosamente diciéndole: “ ¡ Ay, Martita! Siempre son encantadores los momentos que paso contigo. Que se repitan más a menudo.”

Las dos mujeres se abrazaron y besaron en ambas mejillas. Luego cada una siguió su camino.