Hace mucho que no escribo aquí, mucho, mucho, según los calendarios y según mi percepción interior. Si lo hubiera hecho antes, quizás el tema hubiera tenido que ser –¡cuándo no!– la muerte, y eso me hubiera molestado. Sobre todo porque la gente podría pensar “¿Por qué vuelve recurrentemente a tan molesto tema, cuando tiene a su lado un solecito de tres años, con ojos más azules que los mares y la risa más conmovedora que puede imaginarse?”. Y ahí mismo estaría la trampa: la muerte nunca fue una presencia tan incisiva, tan funesta en mi vida, como ahora, que está Astor, y *realmente* la cretina podría destruirme. Hace poco volví a sentir su mano helada tocándome la espalda de noche, esa corriente eléctrica u hormigueo inexplicable que me provoca escalofríos físicos y de la que sólo G. ha podido salvarme dándome su mano, que siempre está tibia. Sentí todos esos días que mi alma había perdido su capacidad de regenerarse, que no me curaría de vivir, que mi proverbial Ave Fenix había terminado, que simplemente me marchitaría día a día hasta lograr la confirmación externa de mi muerte. Luego releí un material de Constelaciones Familiares, en el que advertían que a veces uno de los miembros del sistema es atraído por la muerte y otro toma su lugar para salvarlo, típicamente “Yo muero por ti, mamá”, pues los niños son muy sensibles ante dicha atracción. Me dio pánico y luché con todas mis fuerzas por subir de nuevo a la superficie; no sé si lo logré del todo, porque la alegría no termina de volver (desde hace mucho), pero prefiero estar conciente de las seducciones retorcidas de la maldita huesuda. No le hace honor a mi parte mexicana llamarla así, pero en este momento somos enemigas acérrimas. No puede ser de otra manera. Un hijo querido te cambia la vida para siempre, como bien sé como madre. Un hijo no querido también, como bien sé como hija, pero eso no es tan importante. Me contó una amiga de México que la primera vez que vio una foto de Astor le impresionó tanto su cara de ángel que esa noche soñó con él; así es de fuerte.

En ese mismo material, también leí que a veces uno de los miembros de la pareja es atraído por la muerte y el otro dice entonces: “Yo muero por ti”. Gracias a Dios, no tengo ese problema: G. es macizo como el hierro que tan bien trabajaba. Pero recordé entonces la muerte de Patricia muy poco tiempo antes de que Eduardo bajara los brazos del todo, hoy precisamente hace un año ya. Me parece mentira todavía, aunque el electrocardiograma sigue espaciando sus latidos cada vez más (igual me cuesta muchísimo escucharlo cantar, es cuando más me duele, y lo lamento de verdad pues amo sus canciones, pero no tengo más remedio que tomarlas en dosis homeopáticas). El otro día compré el libro que acaba de salir por Editorial Planeta (Levrero en Alfaguara, Darno en Planeta: no hay mejor negocio que morirse cuando se es un talento no reconocido lo suficiente, al menos en este país!), de Nelsón Diaz, “Memorias de un trovador”. Esas cosas son, como siempre, regalos póstumos: alivian. El Darno tenía mucho para decir y sabía hacerlo; era un placer egoísta escucharlo “sólo para uno”, incluso cuando las conversaciones surgían de las intrincadas lógicas de la sordera y el alcohol. Horas telefónicas sobre Praga, charlas en el Sorocabana sobre Madame Bathory y las novelas de caballería… Lo quise mucho (¡lo quiero!) y siempre me generará cierta sonrisa cómplice pensar en él: no cualquiera anda por el mundo siendo tan quien es, y en estos casos se trata de seres irrepetibles, incopiables, divertidos en su personaje trágico, trágicos en el fondo, irremplazables, que dejan un buraco en el suelo que solían pisar, como si un meteorito hubiera arrebatado kilómetros de tierra con su impacto.

Y pensar que todos somos tan sólo eructos rebeldes de la conciencia de algún tipo de Dios o aciago demiurgo…

Como sea, no podía dejar de marcar el año de la muerte de Eduardo. Aún cuesta creer y el mundo es un lugar muchísimo más solitario después de eso. Hoy diluviaba y yo pensaba en su tumba, donde no podrían dejarse flores ni se verían colores más vivos que el gris o el marrón.