Recientemente (por esos recovecos invisibles de este laberinto virtual) me puse otra vez en contacto con Leoncio Lara, el célebre Bon de “Bon y los enemigos del silencio”, un músico talentoso, original y -lo que es más inaudito- humilde. “¿Y qué has hecho los últimos 25 años?”, dijo él. El resurgimiento de “Bon” como parte fundamental del nuevo hit de Aleks Synteks, “Hasta el fin del mundo”, me ha traído muchas memorias, incluso de canciones con la particular voz de Leoncio, Areán y Giacomán, todos compañeros del Colegio Madrid. Ninguno estaba en mi clase, ni siquiera en mi generación, pero éramos de los que colonizábamos los pasillos con guitarras y canciones de nuestra autoría (o no), y eso creaba una complicidad tácita. En realidad, Giacoman no andaba en los pasillos pues tocaba los teclados.
Y entonces me acordé: allá por 1980-1981, Giacomán participó en un proyecto de José Manuel de Rivas, “el Pibody”. Era una especie de audiovisual con transparencias (diapositivas: en esos tiempos, nada de video y mucho menos de edición multimedia, ni vil PowerPoint!). Se llamaba “Alquimia” y era increíble: la voz de José Manuel, augurando negros finales en la plácida vida de clase media alta de nuestros compañeros, sus terribles carcajadas, las escalas y disonancias de Giacoman perturbando el ambiente, la poesía, la sugerencia… Recuerdo que César, mi querido, joven y brillante profesor (se suicidó a los 32 años dejando una estela de dolor detrás de sí entre sus alumnos), premió el trabajo de José Manuel y el mío como “categorías especiales”: no había cómo hacerlos competir con trabajos más sensatos (el mío era “Bioquímica del deporte”). Pero el de él era sencillamente descollante, inspirado, maníaco, loco, genial…
A mí no me gustaba decirle “Pibody”, aunque se pareciera a la caricatura; para mí era “José Manuel”, y el día en que me preguntó si me graduaría con él, para mí fue como si el galán del colegio, capitán del equipo de futból en las películas americanas, me hubiera pedido tal cosa: era el más inteligente, el más transgresor, el más blancucho y flacucho, de lentes, insignificante, pero con una enorme personalidad, capaz de robarse en la Librería Gandhi las Obras Completas de Borges e ir gritando que necesitaba ese libro y no podía comprarlo, mientras todos los empleados corrían detrás de él. El único capaz de querer estudiar chino, el fan número uno de Cortázar, el editor de la revista “Grugri”, el que se disfrazaba del Santo Niño de Atocha… Me llegaba al hombro, así que protagonizamos una entrada extravagante durante la graduación: yo, la única que no tenía vestido blanco sino beige; él, con una larga capa negra de poeta maldito. Eramos los últimos de la fila, en solemne procesión con las barbillas en alto. También fuimos los únicos papeloneros que sacaron 10 de promedio.
A los 32 años, y la historia se repite, José Manuel murió arrollado por el metro en la estación de Bellas Artes. Los amigos cercanos dicen que tuvo que ser un asalto, pero la policía dictaminó “suicidio”. A mí no me extrañó tanto: fue en el aniversario de la muerte de su padre. Un día antes había muerto Ana trágicamente, en el Periférico, envuelta en el olor a alcohol que delataba que su maldición la había alcanzado nuevamente. Y por esas casualidades pegajosas del azar o la sincronía, vaya uno a saber, en el pasado el padre de Ana había estado casado con la madre de José Manuel. Eran o habían sido hermanastros, pero sólo se juntaron durante un par de años en la preparatoria del Madrid. Sin embargo, al final sus destinos quedaron entrelazados para siempre en dos golpes mortales que recibimos sus amigos, uno trás otro.
Lo único que atiné a hacer fue escribir “Los funerales dobles”. Se sumaban a las muertes de Manolo, Sergio, César, Marcela, Juan, todos antes de los 30 o por ahí. Pero hacía mucho tiempo que no recordaba a José Manuel, “Peabody”, como le decían por joder. Fue uno de los mejores editores de México durante su breve carrera, un editor de los que opina, se involucra, rebosante de cultura y de referencias para guiar al autor. Mucho tiempo sin recordarlo. “Bon y los enemigos del silencio” le dieron voz nuevamente.
No sé por qué razón algunas personas sentimos una atracción especial a dar ese paso más allá de la vida. Nos vemos tentados en muchas ocasiones a saltar desde precipicios, o simplemente de desaparecer, de desaparecer para siempre. Es algo que me da vueltas en la cabeza y no encuentro respuestas respuestas.
Es para apagar el dolor, Kequel. No es que uno realmente quiera morir, o dejar de vivir:lo que no quiere es *vivir así*, y tiene razón.
Pero si logramos dejar pasar el metro, si logramos no estrellarnos contra otro auto por ir borrachos, si logramos no saltar desde el precipicio *solo por hoy*, muchas veces hacemos tiempo para que la chiquititita esperanza que guardamos se convierta en equilibrio químico del cerebro nuevamente, y podamos salir catapultados hacia la vida otra vez, como siempre, siempre, siempre quisimos hacer.
El no ser es la posibilidad de descansar del infierno: no tiene nada que ver con la voluntad ni con la autodestructividad, en gran parte de los casos. Pero la verdad es que nos merecemos el ser, el ser CON TODO. Y por eso, cuando uno quiere saltar del precipicio, tiene que buscar las maneras de *hacer tiempo*. Porque es posible lograr salir del dolor, y el precipicio será un recuerdo siempre presente, una sabiduría que podremos transmitirle a los demás, pero ya podremos vivir del lado de la vida hasta que pacíficamente, en armonía, nos llegue la hora de morir.