Esto fue hace un año, exactamente. Me enteré por un SMS desde México. Estaba en el club de Astor, en el medio de la cotidianidad más obscena. La inocencia: ese momento en que por no estar vigilando la posibilidad de la desgracia, la maldita golpea y nos pesca desprevenidos.

Al principio creí -o quise creer- que sería uno de sus trucos para llamar la atención. Un rumor. Un nuevo performance beck
ettiano de María Tarriba. Ella no tenía límite para crear y recrear sus personajes.

A falta de otras materialidades posibles, entré a internet sin perder un minuto. En el Facebook de Djuna Barnes (su alter ego, luego de que la revista Proceso recogiera críticas a terceros firmadas con su verdadero nombre en el cotilleo virtual y las publicara, para su vergüenza), encontré una frase que había sido subida tan solo diecinueve horas antes. Un último rastro de María, fresco, aún latiendo de existencia. Su testamento, quizás involuntario. Quizás no:

The voyage of discovery consist not in seeking new landscapes, but in having new eyes.
(Marcel Proust)

En eso me llegó el segundo SMS, el peor: uno de sus hermanos había confirmado la noticia y estaba saliendo rumbo a Mazatlán. A su velorio.

Y sin embargo, después no quedó duda de que el verdadero velorio fue en internet y en ciudades distantes unas de otras que convergían. Cosas de estos tiempos. Todavía podemos leer para atrás, en su muro, lo que durante este año sus amigos (entre ellos, los conocidos virtuales de largas conversaciones) le hemos seguido expresando; más extraño todavía, también podemos leer para atrás, más para atrás, lo que ella mostraba de sí, su actividad, sus palabras. Cuando todavía estaba viva. Como si todavía lo estuviera.

Mi amiga María me mandó su libro por correo cuando lo publicaron. También hizo dos donaciones de US$ 2.50 vía Pay Pal aquí en el blog para pagarme un café en Tribunales. Yo lo había puesto como una especie de chiste personal que, sin embargo, en el fondo conservaba cierta esperanza de que la Providencia me guiñara un ojo, como para hacerme sentir que estaba allí. Solo María lo captó. Y actuó en consecuencia. Desde sus escasísimos recursos.

Pero para qué hablar de María, la María biográfica. Sus innumerables virtudes, sus aterradores defectos; al final, uno lo perdonaba todo. Porque pedía disculpas, inclinaba la cabeza cuando despertaba y veía el desastre que había hecho, Ayax rodeado de cadáveres de ganado que en su

locura había juzgado un ejército; caballo de Atila desbocado, pasando con los cascos furiosos y maníacos sobre los campos queridos. No podía evitarlo. La bipolaridad es estar lisiado sin una silla de ruedas o un bastón blanco que lo atestigüe.

Lloro y me dicen que ella está mucho mejor allí donde está ahora. Pero yo lloro por mí. Tengo derecho.

Fue lo peor que me pasó el año pasado. (Después sufrí la muerte de otra amiga, pero por suerte para ella allí sigue todavía, vivita y coleando). Las cercanías del alma que permite internet son un campo multiplicado de cultivo de duelos: de un momento a otro, la persona se va de nuestro día a día, termina tajantemente de compartir, desarma el refugio; nos deja un hueco imposible de llenar, una estela de silencio. Deberíamos estar advertidos, pero lo comprendemos recién cuando nos pasa. La ausencia cotidiana de Levrero es algo que casi ocho años después todavía

no puedo superar. “Que nunca me faltes, Carlitos”, decía, pero no mencionó nada respecto a faltarme él a mí.

María se enojó muchísimo conmigo por una imagen que posteé alguna vez en su muro. A mí me parecía de una lívida belleza, un memento mori (precisamente) delicado y firme a la vez; solo quise compartir mi hallazgo, acercarle ese mensaje que tanto me obsesiona: la vida escurriéndose entre nuestras negaciones; el amor, la pasión, el arte, la alegría, la comunión,

todo postergado para un momento más oportuno que nunca llega. La miope y tácita soberbia de suponernos inmortales. Pero ella se puso fúrica; se sintió agraviada, pensó que con alevosa crueldad le estaba recordando que moriría. Desde mi punto de vista, el “tú” que formaba parte

de la frase era genérico: hablaba de mí también, por supuesto.

En su acting supuestamente defensivo, me dijo cosas terribles; se metió incluso con la mortalidad que más podía dolerme. Ahora veo cuánta razón tenía. No son cosas para decirle a alguien que apenas tiene uno o dos años de vida por delante. Aunque ninguna de las dos lo supiera entonces.

Anteanoche soñé con ella. No me acordaba de la fecha, pero se ve que mi inconsciente sí. Se veía muy bien. Contenta, saludable, en paz. Usaba un vestido largo, blanco y estampado de colores (¡ella, siempre extravagante, hasta en la muerte!); íbamos caminando con un grupo de personas por la proa de Rivera y Arenal Grande, a la altura del bar Monteverde. Entre ellas, venía AV; mientras soñaba, pensé que aparecía porque la estoy viendo todas las semanas, pero –otra vez- se ve que mi inconsciente recordaba bien que ella fue una de las mejores amigas de María en la adolescencia. También venía una muchacha que rentaba una casita colonial mexicana diminuta, como un garaje que en su piso de abajo tenía un tallercito abierto a la calle -en el que trabajaba un artesano- y arriba un cuarto o dos. La casita estaba construida en una “punta” o esquina de la plazoleta de los Desaparecidos (nótese el símbolo obvio). A mí me encantaba; incluso fantaseaba sobre la posibilidad de rentar un cuarto para mí, como un estudio. Me hacía sentir cerca de México, y otra particularidad era que desde allí se veía el edificio de Rivera y Jackson, aunque totalmente distinto a como es: brillante, con adornos, hasta chongo. En el sueño, yo destacaba que aquel había sido mi último hogar en Uruguay antes de irme, de niña; los allí presentes me hacían ver que eso ya lo había comentado muchas veces. Pero ese pedacito de México en conjunción con calles e imágenes de mi infancia me daba paz.
María tenía protagonismo en el sueño. Se la veía equilibrada, sabia -más sabia que nosotros, sin duda-. Alguien nos mostraba unos mantelitos de papel impresos con fotos de momentos de su vida, como postales con cierto toque inusual, surrealista o disparatado, como todo lo de María (recuerdo uno, por ejemplo, en el que ella aparecía con otras personas resguardadas en una construcción de piedra, todos vestidos con trajes militares y mirando al desierto). Yo, en ese momento, cobro conciencia de que María va a morir; por eso, empiezo a doblar disimuladamente esos mantelitos para conservarlos como recuerdo. Me embarga una súbita vergüenza de estar preocupándome más por mi propio dolor anticipado cuando la que va a morir es ella, la que lo perderá todo.
Ella se da cuenta y, sin embargo, me mira con dulzura. Como si yo fuera una niña chica que aún tiene mucho que aprender antes de poder captar las complejidades del mundo de los adultos (o del mundo de los muertos, en este caso). Cuando yo hablaba del asunto de su muerte inminente, María medio que sonreía y me cambiaba el tema. Hablar de eso no le parecía importante, o acaso supiera directamente que yo no lo podría comprender. No lo veía como la tragedia, la pérdida dolorosísima que sentía yo.
Sí, se veía bien. Muy bien y sabia.