Las torturas internas a las que someto a mis pobres alumnos del taller virtual son inenarrables (¡y todavía les falta un mes, quizás el peor de ellos!). Pero, por aquello de la ley del karma, todos los ensalmos que lanzo sobre quienes me siguen en este misterioso asunto del hilo de Ariadna se me devuelven multiplicados, y cuando quiero acordar yo misma estoy envuelta en los mismos procesos que ellos. Si pergeño un inspirado speech sobre la sincronicidad, los encuentros mágicos, las señales del mundo a las que uno se cierra, me creo muy lista por haberlos dejado sintonizados en el canal de la vida y sus sentidos, prestos a caer por cualquier agujero de conejos de Alicia, cuando ¡zas! al otro día a mí me ocurre un episodio sísmico inesperado, o termino embarcada en una vuelta interna a Ítaca, una de esas cruzadas rebosantes de mapas, brújulas, faros, monstruos marinos, dioses aliados y bardos capaces de embelesar aun más que el peligroso canto de las sirenas. Si les mando una consigna sobre padres e hijos, me veo inmersa en mis propias revisiones hacia ambos lados del camino; si el taller es sobre historia personal, al poco me veo desempolvando mis propios diarios; si el trabajo literario es a partir de los sueños, rebrotan las imágenes más vívidas y mis cosechas de cuatro, cinco, hasta seis sueños por noche (movimiento incontrolable que se aplaca, cual volcán dormido, una vez que dicho trabajo ha terminado). Así, soy madre contenedora, padre estricto, guía sabia, compañera maravillada y víctima sacrificial de mis propios alumnos. Para hacerlos a la mar a ellos, me tengo que exponer a los tiburones; para lograr que muestren -y se muestren- sus complejidades, riquezas y particularidades internas, mi alma tiene que hacer primero el striptease de rigor. Así funciona: como en casi todo lo importante, hay que poner el cuello. Y rezar, por las dudas.
Esta semana he estado evaluando los ejercicios literarios producto del tema La amenaza femenina: ecos del matriarcado. Básicamente, con una excusa trivial como un café al paso, esta consigna de ficción obliga a imaginar un mundo en el que gradualmente el narrador (o narradora, según el sexo del autor mismo) descubre que todas las personas a su alrededor son mujeres, como si los hombres hubieran sido borrados del mapa por algún motivo. La diversidad de miradas derivadas que provoca el disparador se vuelve interesantísima: tanto escenarios contundentes como cárceles, manicomios, dictaduras, experimentos científicos, como delicados y sutiles sentimientos frente a la pérdida del otro sexo, a su nostalgia. A veces, liberación: es cierto que las mujeres no somos el default de la especie. Pero lo que queda claro es que el asunto tiene muchas puntas posibles.
Hoy estuve trabajando en los últimos textos: cuatro horas estupendas en un café, concentrada en la lectura. Claro, es un decir: mi estar concentrada abarca un montón de aspectos no demasiado ortodoxos, como apuntar cosas que se me ocurren en la libreta de turno, hojear el diario con la posibilidad de encontrar alguna noticia que me haga clavar la vista, escuchar alguna canción de la que tengo particular hambre, mirar por la ventana cómo pasa la gente, cómo van en sus propias cosas. Pero esas pausas son, digamos, la garantía que tengo para que el aparato intuitivo no se me sobrecargue y me cause un cortocircuito (hasta las pitonisas tienen que descansar, cuanti más las simples mortales). Me gustaron particularmente un par de momentos en los relatos que leí: en uno, la desaparición arbitraria de los hombres (a quienes un gobierno militar femenino expulsa y embarca por decreto fuera del país, impidiéndole a las mujeres seguirlos) provoca que la narradora no se encuentre finalmente con el amor de su vida, ese con el cual se había dejado de ver décadas atrás y que ese día la deja plantada involuntariamente. En el otro, la narradora -presa de un ataque de paranoia, durante el cual el “femenino oscuro” está desatado, acosándola multiplicado en infinidad de mujeres- tiene, durante su internación psiquiátrica, la visión cotidiana de un hombre, un señor que es su guardián y le acaricia la cabeza. Y gracias a ese contacto imaginario es capaz de sobrevivir.
Se trata, sin duda, del arquetipo del Ánimus. Así desaparecieran todos los hombres del planeta, la experiencia interna del hombre no desaparecería para las mujeres, como tampoco se esfumaría el Ánima para los hombres. Tan es así, que uno de los participantes del taller, varón, transgredió la consigna misma y terminó creando un mundo en el cual los hombres eran sometidos a un tratamiento químico para perder la memoria de la pasada existencia de las mujeres (eliminadas del tablero). Pero había un hombre, al que terminan encerrando por peligroso, que tarde o temprano recordaba a alguna. Es la misma necedad interna de la mujer del manicomio al aferrarse a su señor guardián. “¡Si el mundo sería tanto más fácil, si no tuviéramos que vivir en esta torre de Babel en la que estamos recluídos!”, pienso. Y sin embargo, no.
Con todos aquellos gineceos insanos, matriarcados dictatoriales, aquelarres persecutorios, con todas esas fuerzas femeninas desbocadas cual alcohólico al volante, sin nada que las contenga y les ponga límites, y también con algún que otro Edén ilusorio, me subí al ómnibus de regreso a casa. Los audífonos apuntando hacia adentro, la mirada hacia afuera por la ventana, y ese hipotético mundo de mujeres me seguía dando vueltas en la cabeza. Pronto haremos otro retiro literario, de esos de “autogestión”, en el que las nueve mujeres escribimos en silencio, cada una concentrada en lo suyo, todas diseminadas a lo largo y ancho de Solís. Confieso que la primera vez tenía mis serias dudas: temí que el asunto se volviera una reunión de amigas, todas parloteando sin pausa, riéndose y expandiéndose (debí poner “riéndonos” y “expandiéndonos”, pero no estoy segura: suelo ser una botona para estas cosas, o directamente me voy a la otra punta a hacer lo mío, aunque no dejaría de perturbarme). Sin embargo, la experiencia fue maravillosa: funcionó impecablemente, sin ningún tipo de coordinación o liderazgo de nadie, armónico equipo de individuos acompañándose en una especie de comunión, la escritura en este caso. Después, sí: en las noches avivábamos el caldero, servíamos vino, poníamos música, nos reíamos y conversábamos hasta que el sueño fuera más importante que la amistad. Pero, a pesar del éxito, debo admitir que nueve mujeres en introversión conjunta es la excepción, no la regla. ¿Qué pasaría si el mundo no contara con la energía equilibrante de los hombres, el bunker ese que se cierra para procesar en calma internamente, la mesurada cautela, la escéptica racionalidad, la voz grave, o lo que diablos sea que caracteriza a lo masculino? Todo sería un hervidero, un sonido sin fin, una danza loca de ménades y bacantes.
A mi lado se sentó un hombre más o menos joven, de treinta y pico, digamos. Su brazo se apoyó contra el mío de un modo algo invasivo; hasta intencional, me hubiera parecido en otro momento. Pero con mis inquietantes pensamientos sobre la amenaza femenina -como hemos visto, si la cosa se sale de sus cauces la amenaza no es, al final, sólo para los hombres-, el roce me pareció de una extraña calidez protectora. Como si ese mínimo punto de contacto con el brazo de ese hombre me asegurara la continuidad, la supervivencia de la energía masculina entera.
Los hombres brillantes, además, son mucho más brillantes que las mujeres brillantes. Porque son hombres. Para mí, que soy mujer. El error está en la incapacidad de invertir la ecuación.
No, definitivamente no quiero un mundo sin hombres.
Voy a tener que cambiar esa consigna. Le produce demasiados movimientos internos a los pobres alumnos…
…la grande, interminable, charla de mujeres, parece cosa de nada, eso
piensan los hombres, pero no se dan cuenta de que esta conversación
sostiene al mundo en su órbita, que si no hablaran las mujeres unas con
otras, ya habrían perdido los hombres el sentido de la casa y el planeta.
José Saramago, Memorial del Convento (1982)
¡Maravilloso, Virginia, maravilloso!
Es tal cual, es el trabajo de la red, el tejido, la telaraña, que tan bien sabemos hacer…
En este caso, me focalicé en cómo sería la ausencia de la energía masculina, pero suscribo totalmente a lo que dice acá el señor.
Gracias por pasar y por citarlo: lo circularé, al menos entre esas nueve mujeres que doblegan su naturaleza para concentrarse en la escritura, en comunión.
Tampoco quiero un mundo sin hombres, romper el equilibrio no es sano, aunque de vez en cuando es lindo reunirse alrededor de un caldero.
Saluditos
Bueno, si aún no te has asustado, bienvenida! (el año que viene: este año no doy más nada por internet)
Ha sido un alboroto de comentarios de los tripulantes virtuales a partir de este post que los incumbe directamente, pero en vez de dejarlos acá para fomentar sobremesa con otros lectores, circularon por nuestras listas de correo. De todos modos, buenísimas las derivaciones.
Saludos y gracias por pasar
Aclaro, por las dudas, ya que varios de los alumnos se tragaron el verso de que voy a sacar la consigna del curso: ni en mis sueños más guajiros cabría dicha posibilidad! Era una forma de mostrar mis propias movidas, siendo víctima y creadora de la propuesta en sí, pero lo que uno quiere, precisamente, es que se generen movimientos. Después, lo que se haga con ellos, es cuestión de escribir y procesar.
en algún momento voy a ser alumna de un taller virtual tuyo,me gustaría