San_benito_himselfRevolviendo en el cajón, me topo de pronto con mi cruz de San Benito. Es enorme, pesada, casi medieval: un peto digno para una monja ad honorem, escudo metálico adornado con la intimidante cara de Medusa; compuerta brutal, esclusa de canales que le cierra el paso al corazón para intentar protegerlo. Hace tiempo que la tenía en el cajón de mi mesa de luz, bien cerca, por si acaso -San Benito es el patrón de la Buena Muerte-; en cambio, cuando vivía en Guanajuato solía usarla, aunque por debajo de la ropa para no sumarme al sello cristero del Bajío. Tiene un exorcismo grabado, un verdadero exorcismo contra demonios; supongo que cuentan por igual los propios o ajenos, internos o externos, reales o imaginarios.

Non Draco Sit Mihi Dux/ No sea el demonio mi guía

Me llega de pronto la certeza de que necesito el frío peso protector de la cruz custodiando ese oscuro escondite entre mis pechos: el corazón, flanco por el que podria filtrarse el mal y hacerme perder la vida, el alma. No: perderme a mí. La debilidad de no ser auténtica. Así que -sin darle más vueltas, sin pensar ni un instante en el país ateo y agnóstico e intelectual- tomo la tosca cadena y me la paso por la cabeza, quizás sugestionada por el inminente olor a hierro, a tardes solitarias, a tormentas por venir: “cadena al cuello” que no es igual a “cadena perpetua”. Y no entiendo nada de lo que me sucede. Como todo buen poseído por el diablo, no entiendo nada. Sin embargo, la función de la cruz de San Benito es traerle a uno la paz a toda costa: sea aplacando los demonios, expulsándolos o, mejor aún -esto lo agrego yo, desde una sensibilidad menos dualista que la judeocristiana-, redimiéndolos, transformándolos otra vez en bellos pero equivocados ángeles. O, en su defecto, por lo menos dándonos la garantía de una buena muerte. Tampoco está tan mal.

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El padre que nos casó en Guanajuato era, precisamente, un exorcista. El abad Juan Rodríguez, de la Basílica, aunque nos casamos en el precioso y pequeño templito de San José que queda a la vuelta. Por supuesto que en su momento no conocíamos semejante detalle: lo averigüé años más tarde por azar, leyendo un artículo de la revista Gatopardo. “Con razón…”, me dije. “Él sí pudo”. Cuando le dije que no había ni siquiera tomado la Primera Comunión, el Abad -tampoco sabíamos que lo fuera- no se inmutó: lo hice allí mismo, a los 38 años, frente al altar y con nuestros siete invitados por testigos. Qué astuto exorcista, el Padre Juan.

También en mi cuento “La ofrenda“, publicado en El mar de Leonardi y otras humedades, la narradora habla al final con un cura para que realice un exorcismo en la casa de unos amigos (por cuyo diabólico espíritu huésped se siente culpable). En la verdadera historia detrás del relato, en realidad fuimos Alinda y yo, juntas, quienes se lo pedimos al viejísimo sacerdote de la Iglesia de Punta Carretas, aunque finalmente el exorcismo jamás se concretó. Los dueños de la casa se rieron de nosotras. Lo bien que hicieron. Los exorcismos sólo dan resultado cuando es el dueño de la casa el que quiere deshacerse de los demonios, dice mi cuento.  

Lo que tiene la cruz de San Benito es que equivale a exorcismo portátil. Siempre a mano, en una especie de USB móvil: así, uno se asegura siempre la conexión, sin tener que pasar por papelones al  pedirlo ni bochornos al enterarse de haberlo recibido en secreto.

Ya pertrechada nuevamente con la cruz bajo la blusa, tapa blindada que ahora me cubre el cuarto chakra o Anahata, el del atormentado y delicado corazón -siempre que pienso en el corazón como órgano, me acuerdo de los aztecas y sus tzompantlis rebosantes de carne sangrienta que palpita-, siento cierto supersticioso alivio. Oh, mi Sagrado Corazón.

Sagrado_corazon

Vade Retro Satana/ ¡Apártate, Satanás!
Numquam Suade Mihi Vana/ No sugieras cosas vanas

En eso, reparo en un trocito de metal sobre la cama, una especie de horqueta, una i griega. Sé, desde lo racional, que sería imposible que se tratara de un dispositivo intrauterino (diu), pero eso es lo primero que me viene a la mente. Me perturba esa pieza triangulada de no se sabe dónde que apareció allí no se sabe cómo. ¿Un moco seco, enorme? ¿Una astilla del piso traída por las medias, gigantesca y opaca?

Lo tomo al final entre los dedos y quedo estupefacta, en silencio total, incluso en los pensamientos. Se trata de un pequeño Jesús crucificado, un Cristo que -ahí lo recordé- solía ser parte de mi cruz. Siempre me puso mal aquel memento del martirio, la tortura, el sacrificio, la culpa, pero es que el artefacto de San Benito lo incluye por default: ni modo. No entiendo cómo llegó de la cruz hasta la cama: creo que se desprendió por su propia voluntad, se tiró desde la cruz como un suicida de pretiles y cornisas. Cauto, pudoroso, compasivo, me ahorró el contacto piel a piel con su bello cuerpo -magro, dolido- de hombre vital y todavía joven. Y, justamente, ahora la cruz de San Benito sin él se me figuraba perfecta.

20080527002336-medalla-imagenAl no estar más la cruz por detrás, me pareció que los brazos del mini Jesús estaban, en realidad, extendidos hacia mí; festivos, lejos de clavos y sufrimientos. Danzaba, me recibía entusiasmado y libre (igual que cuando uno gira boca arriba la carta XII del tarot, El Colgado, y se le figura un bailarín en vez de un preso del tobillo). Pero yo seguía prefiriendo tener sólo aquella cruz de signos contra el pecho; despejada, lisa y sin nadie que no fuera yo misma junto a mi invisible San Benito protector. O -más certero todavía- sin nada más que todas esas letras y palabras, todo aquello que se concentra en la medalla central.

Ipse Venena Bibas/ Bebe tú mismo el veneno

LuciferSoy compasiva con los demonios que percibo afuera porque nunca se sabe si, en realidad, no podrían llegar a aparecer dentro de mí bajo alguna circunstancia. Hay una historia persa sobre Lucifer que reporta Joseph Campbell cuya versión cambia totalmente la idea que tenemos de la rebelión del demonio. No fue orgullo ni desobediencia: Luzbel se negó a inclinarse frente al hombre, como se le exigía, porque su amor por Dios era tan desmedido y absoluto que no soportaba la idea de reverenciar a nada ni a nadie más. Por eso su bien amado lo condenó al infierno; claro, tomando la idea del infierno como verse apartado de lo que se ama. Y ahí me viene a la memoria algo que leí (seguramente también fue en algún libro de Campbell, pero sería un libro 1.0 porque no encontré su cita en internet): ¿Cómo soporta Lucifer estar apartado para siempre de Dios, que era todo su amor? Por la memoria del eco de su voz cuando le dijo: “Vete al infierno”. Siempre me impresionó cómo aquella última reverberación de la presencia del amado podía ser capaz incluso de aportarle consuelo, aunque el dolor que implicaba en sí fuera terrible. Quizás todavía tengamos mucho que aprender del diablo, al menos según la tradición persa. Dice Nietzsche que los que más han amado al ser humano le han hecho siempre el máximo daño. “Han exigido de él lo imposible, como todos los amantes“. Me parece que se aplica a todo.

Levanté entonces aquella figurita de Cristo de la cama. Me dio pena y la guardé en un bolsillito del monedero. Pero me siento más cómoda así. A solas con la azarosa configuración personal que ahora va oculta, como un secreto y contra mi cuerpo, en aquella viejísima cruz.

Medallita
Satanas_y_cristo
“Demuéstramelo…”